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La Tribuna

Reciban el Espíritu Santo

por La Tribuna

Jn 20,19-23

La Iglesia celebra este domingo la gran Solemnidad de Pentecostés, que ha sido preparada por medio de una novena y en todas partes esperada con vigilias de oración, en la esperanza de que se repita hoy lo ocurrido cincuenta días después de la resurrección de Cristo, cuando vino sobre los Apóstoles el Espíritu Santo prometido y comenzó la misión de la Iglesia en el mundo. Lo ocurrido ese día lo describe en pocas palabras el libro de los Hechos de los Apóstoles, como se lee todos los años en la primera lectura de esta Solemnidad: «Cuando se cumplió el día de Pentecostés, estaban todo juntos en un mismo lugar. De repente, vino del cielo un ruido como de una fuerte ráfaga de viento que llenó toda la casa donde estaban asentados. Y se les aparecieron lenguas como de fuego, que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Fueron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar otras lenguas, como el Espíritu les concedía hablar» (Hech 2,1-4).

El Evangelio de este Domingo de Pentecostés nos traslada a la tarde del mismo día de la resurrección de Jesús, cincuenta días antes: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, vino Jesús, se paró en medio de ellos y les dijo: Paz a ustedes». En esa ocasión, después de identificarse mostrándoles las manos, con las señas de los clavos y el costado con la herida de la lanza, les formuló su misión: «Como me envió a mí el Padre, así los envío Yo a ustedes». La misión que Jesús encomienda a sus discípulos es la misma que Él recibió de su Padre. Se trata de continuarla en el mundo a lo largo de la historia.

La misión comienza en Dios y no tiene otro móvil -Dios no puede tener otro- que el amor. La prueba máxima de ese amor es precisamente el envío de su Hijo: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único... Dios envió a su Hijo al mundo para que el mundo sea salvado por medio de Él» (Jn 3,16.17). Jesús cumplió plenamente su misión, como lo declara su última palabra en la cruz: «Está cumplido» (Jn 19,30). Ese cumplimiento incluye, sobre todo, lo que el evangelista agrega: «Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Ibid.). Esto significa que, en ese momento supremo, Jesús aseguró la continuidad de la misión. En efecto, el verbo que el evangelista usa -entregó- exige que esa entrega sea recibida por otro. Ese verbo griego describe el proceso de la «tradición», que significa transmisión de uno a otro, manteniendo la identidad. La tradición se define como el proceso oral vivo, que asegura a la predicación de la Iglesia, la identidad con la predicación de los apóstoles y la de ellos con la de Jesús. Ahora sabemos que quien asegura eso es el Espíritu Santo que fue dado por Jesús.

Por eso, en aquella tarde de su resurrección, después de encomendarles la misión, Jesús hace un gesto muy expresivo, acompañado por unas palabras que explican su sentido: «Diciendo esto, sopló sobre ellos y les dijo: Reciban el Espíritu Santo». Sin este don no hay misión posible, porque se corta la identidad con la misión que parte de Dios, a través de Jesucristo.

Pero en esa ocasión, Jesús no se aseguró de que estuvieran presentes los Doce. De hecho, faltaba uno, Tomás. Por otro lado, tampoco vemos que tenga un efecto inmediato sobre los que estaban allí reunidos. Ocho días después, de nuevo estaban los discípulos dentro y las puertas cerradas, cuando vino Jesús por segunda vez y se puso en medio de ellos (cf. Jn 20,26). Han pasado todos esos días inactivos. No han empezado la misión. Podemos decir, entonces, que el gesto de Jesús de soplar sobre ellos, acompañado por las palabras: «Reciban el Espíritu Santo» debe agregarse a las cinco promesas del Espíritu Santo, que Él hace en sus discursos de despedida. Esta es la última y más clara promesa, pues sabemos que la palabra «espíritu», en griego designa al «viento», es decir, a una fuerza invisible que produce efectos visibles. Jesús la representó por medio de su soplo y la explicó con sus palabras.

El efecto más asombroso que tendrá es el que agrega: «A quienes ustedes perdonen los pecados les son perdonados; a quienes se los retengan, les son retenidos». Tienen razón los judíos, que ven a Jesús perdonar los pecados del paralítico, cuando dicen: «¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?» (Mc 2,7). Jesús demostró que ese efecto se había producido haciendo caminar al paralítico. El evangelista Mateo agrega: «La gente temió y glorificó a Dios, que había dado tal poder a los hombres» (Mt 9,8). ¡Ha dado verdaderamente este poder a los hombres, con el don del Espíritu! Lo reciben los que ejercen en la Iglesia el ministerio sacerdotal. Es un poder que procede de Cristo, que Él dio a los apóstoles y ellos a sus sucesores, hasta hoy. Se transmite por medio del Sacramento del Orden. Es una prueba del amor del Señor y del poder de la pasión de Cristo. Su sangre fue derramada para el perdón de los pecados.

Antes de ascender al cielo, Jesús dio a sus apóstoles una última instrucción. No se trata de una postrera enseñanza, que resumiera todo su misterio, sino de una orden: «Les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que esperasen la Promesa del Padre... dentro de pocos días ustedes serán bautizados en el Espíritu Santo» (Hech 1,4.5). Esta vez Jesús sí que se aseguró de que no faltara ninguno de los Once. Incluso, antes de que se cumplieran esos pocos días fue restituido el número de Doce, con la elección de Matías (cf. Hech 1,21-26). El Espíritu Santo vino sobre ellos diez días después en forma invisible -ráfaga de viento- y visible como lenguas de fuego. Esta vez sí que quedaron llenos del Espíritu Santo y entendieron que ese don viene del Padre -la Promesa del Padre-; pero entendieron que viene también de Jesús, es su soplo, como lo había prometido: «Yo les enviaré de junto al Padre el Espíritu de la verdad, que procede del Padre» (cf. Jn 15,26). Lo confesamos en el credo: «Creo en el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo». Esta vez -el día de Pentecostés-, comenzó la Iglesia su misión. Se abrieron las puertas del lugar donde estaban reunidos y Pedro comenzó a predicar. Ese mismo efecto pedimos hoy para toda la Iglesia.

                                    + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                           Obispo de Santa María de los Ángeles

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