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Columnista

El que me coma vivirá por mí Jn 6,51-58

Leslia Jorquera

    + Felipe Bacarreza Rodríguez, obispo de Santa María de los Ángeles.

por Leslia Jorquera

En este Domingo XX del tiempo ordinario seguimos la lectura del discurso del Pan de vida, retomándolo en el punto en que lo habíamos dejado el domingo pasado. Jesús había repetido: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6,35.48) y había dado otro paso, explicando: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo; si alguien come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51). Hasta aquí parecía inexplicable y no había más alternativa que entender sus palabras en sentido metafórico. Pero luego Él agrega: «El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo». Aquí dejamos la lectura el domingo pasado.

Sabemos que la muerte entró en el mundo por el pecado, como lo afirma San Pablo, refiriéndose al pecado de Adán: «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte, y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom 5,12). Todos los seres humanos son solidarios con el pecado de Adán y, por tanto, a todos alcanza la muerte. Cuando Jesús promete una carne «por la vida del mundo», está hablando de un sacrificio que expía el pecado del mundo y quita así la causa de la muerte. El culto judío consistía en ofrecer sacrificios de animales a Dios. Cuando se trataba de un sacrificio de comunión, el animal, inmolado sobre el altar, quedaba así consagrado –asumido en la esfera divina– y luego, asado, era comido por los participantes. El más importante de estos sacrificios de comunión era la Pascua judía. El cordero inmolado debía ser comido íntegro, sin que nada sobrara para el día siguiente. Pero bien sabían los judíos que el sacrificio de un animal no podía expiar el pecado de un ser humano. Tampoco lo habría logrado el sacrificio de otro ser humano. Eso lo obtuvo el sacrificio de Cristo, porque Él es el Hijo de Dios, Dios verdadero hecho hombre.

Ahora entendemos por qué Juan el Bautista, actuando como el más grande de los profetas, señala a Jesús declarando: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29.36). Está apuntando a su sacrificio. Ya en ámbito cristiano, San Pablo, hablando de Cristo lo llama «nuestra Pascua», para diferenciarlo de la Pascua judía, que no era más que una figura: «Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado» (1Cor 5,7). Lo mismo enseña Juan en su primera carta: «Jesucristo, el Justo, es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1Jn 2,2). Por su parte, la Epístola a los Hebreos asegura: «Es imposible que la sangre de toros y machos cabríos borre pecados... Nosotros somos santificados en virtud de la oblación, hecha una vez para siempre, del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10,4.10). A la carne de este sacrificio, el de su propio cuerpo, se refiere Jesús cuando dice: «El pan que yo daré es mi carne, por la vida del mundo».

Los judíos que estaban ese sábado en esa sinagoga de Cafarnaúm reaccionaron discutiendo entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Toman sus palabras en sentido literal y las rechazan. Si Jesús no hubiera querido que sus palabras se entendieran en ese sentido, este era el momento de explicarlas. Pero él reafirma que ese es el sentido en que deben entenderse: «En verdad, en verdad les digo: si ustedes no comen la carne del Hijo del hombre, y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes». No sólo reafirma el sentido literal de sus palabras, sino que excluye todo otro medio de tener vida, se entiende la vida eterna, de la cual está hablando.

Notemos algo que debió ser más difícil para los judíos. ¡Jesús agrega que hay que «beber su sangre»! La ley judía prohibía absolutamente beber la sangre, incluso la sangre de los animales, porque se creía que en la sangre estaba la vida, que se consideraba del dominio de Dios: «No comerán la sangre de ninguna carne, pues la vida de toda carne es su sangre. Quien la coma, será exterminado» (Lev 17,14). Después del diluvio, Dios concedió al ser humano comer la carne de animales, agregando: «Sólo dejarán de comer la carne con su vida, es decir, con su sangre» (Gen 9,4). Precisamente, por este motivo es que Jesús nos da a beber su sangre; ella nos comunica su propia vida: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día».

Era la tercera vez que Jesús hablaba de comer su carne. Para que no quede duda de lo que quiere decir, declara: «Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida». Y repite, indicando el efecto último de ese alimento: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él». No se puede expresar una unión más estrecha con Cristo que esta recíproca permanencia. Esta unión con Cristo y, en Él, con todos los que comen su carne y beben su sangre es lo que llamamos la «Comunión». La Iglesia es la comunión de todos los que están en Cristo. Por eso, el Catecismo afirma: «La Eucaristía hace la Iglesia. Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia» (N. 1396).

Este modo de unión con Cristo es inefable, porque Él nos comunica su propia vida divina, que es más que todo lo que podamos imaginar. Jesús trata de explicarla remitiendo a su propia comunión con su Padre: «Lo mismo que el Padre vive... y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí». Esa unión con su Padre la expresa Jesús diciendo: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). El Hijo y el Padre, y también el Espíritu Santo, son tres Personas distintas, pero cada una de ellas es la misma sustancia divina, son el mismo y único Dios. La verdadera comunión con Dios la tiene el ser humano a través de Cristo en la unión que tiene con Cristo en la Eucaristía.

                                                    

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