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Columnista

¿Para qué necesitamos a la Iglesia?

Leslia Jorquera

Santiago Acevedo Ferrer, abogado y católico.

por Leslia Jorquera

Fuimos creados sociables y en general nos necesitamos unos a otros para sobrevivir y desarrollarnos. La Iglesia viene a ser una manifestación más (en el ámbito religioso) de ese tejido comunitario en el que naturalmente nos desenvolvemos.

La crisis que atravesamos en la Iglesia Católica ha conllevado una esperable pero siempre lamentable consecuencia: el alejamiento de parte de su pueblo fiel. Gente que antes creía y participaba activamente y que hoy no lo hace. "Después de esto, no pienso volver a confesarme", "esto no tiene sentido", "esto no era verdad", "dejamos de ir a Misa", son frases y sentimientos que he oído en primera persona de boca de amigos y conocidos.

Lejos de reprochar a quienes se han alejado de su comunidad creyente, quisiera reflexionar sobre la pregunta que subyace a estos planteamientos: ¿para qué necesitamos a la Iglesia?

La pregunta me parece atingente, aún cuando duela tan sólo formularla. ¿Para qué se requiere un intermediador en la relación del creyente con Dios? ¿No es acaso más deseable y más simple establecer una relación directa entre el cristiano y Cristo nutrida por la oración personal y reflexión bíblica? En ese modelo, ¿no nos ahorraríamos tantos problemas desprendiéndonos de toda institucionalidad y así evitar toda fuente de escándalo y pecado? Dicho de otro modo, ¿qué le aporta al creyente la existencia de un organismo llamado Iglesia?

Puede que existan muchas y muy buenas razones de la conveniencia de la existencia de la Iglesia, pero quisiera detenerme sólo en dos.

En primer lugar, se advierte un diseño divino. Fuimos creados sociables y en general nos necesitamos unos a otros para sobrevivir y desarrollarnos. La Iglesia viene a ser una manifestación más (en el ámbito religioso) de ese tejido comunitario en el que naturalmente nos desenvolvemos. Más aún, ese diseño divino se confirma al leer en el libro del Génesis que, después del pecado original, Dios no envió inmediatamente a su Hijo sino que preparó y eligió a un pueblo de cuyo seno hizo surgir al Mesías.

La segunda razón en pro de la existencia de una Iglesia nace de la anterior. En la Última Cena, Jesús transforma el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre y le pide a sus apóstoles que hagan esto en memoria suya. Fiel a este mandato, desde sus inicios y por más de veinte siglos la Iglesia no ha dejado de consagrar el pan y el vino entregándolo al pueblo de Dios como prenda de vida eterna. Así, para uno como cristiano, Jesús no es sólo un referente moral y un pensador sino que pasa a ser mi mentor y mi guía. No sólo alguien a quien sigo sino alguien a quien consumo y en quien vivo. Y sin Iglesia no tendríamos ese pan, porque no existirían esos panaderos que son los sucesores de los doce apóstoles y a quienes llamamos sacerdotes.

Vuelvo al planteamiento original: ¿para qué necesitamos a la Iglesia?

Pienso en mis amigos y en tantos otros que se han apartado, decepcionados, de su Iglesia. Pienso en mí y en las veces que he pensado si tiene sentido todo esto. Y veo que sí hay un sentido. Porque el seguimiento de Cristo, para ser cabal, pide que exista una doble comunión: comunión con los bautizados y comunión eucarística.

Esta Iglesia debe reformarse, reparar, reorganizarse y purificarse, es verdad. Rogamos que así sea. Pero quien quiera seguir a Cristo, la necesita ineludiblemente. Y aquí radica, a mi juicio, la grandeza de esta misión de recobrar la confianza de sus miembros defraudados.

Santiago Acevedo Ferrer, abogado y católico.

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