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La Tribuna
Columnista

Lo hicieron a mí Mt 25,31-46

Leslia Jorquera

+ Felipe Bacarreza Rodríguez.

 Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Leslia Jorquera

La reforma del calendario litúrgico, decretada por el Concilio Vaticano II, ubicó la Solemnidad de Cristo, Rey del Universo, en el último domingo del Año litúrgico, como su coronación y meta. Es el Domingo XXXIV del tiempo ordinario, que celebramos hoy. Fue un gran acierto, que se basa en el Evangelio que se ha proclamado siempre en este último domingo. En efecto, si en los últimos domingos del Año la liturgia nos propone la contemplación de la venida final de Cristo, en esta Solemnidad se unen esa venida final con la condición de Cristo como Rey universal: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria».

Al Evangelio de este domingo suele darse el nombre de «Parábola del Juicio Final» y se considera como la tercera parábola del Capítulo XXV de Mateo. Pero, mirándolo más de cerca, vemos que lo que Jesús expone no es una parábola, no es una historia tomada de la vida real, que expone para enseñar algún aspecto de su misterio. En la parábola de las diez vírgenes nos enseña que debemos estar en este mundo esperando su pronta venida, como las vírgenes esperan la venida del Esposo amado; en la parábola de los talentos nos enseña que estamos en esta vida como los siervos que han recibido una misión que cumplir de la cual deberán rendir cuenta a su señor a su regreso; en el relato del Juicio Final, en cambio, Jesús no se compara con un esposo, ni con un señor que partió de viaje; en este Evangelio se trata de la Venida final de él mismo que se sienta en su trono de gloria como Rey. Tampoco se comparan los hombres y mujeres con vírgenes o con siervos; aquí se habla de todos los seres humanos sin excepción: «Serán congregadas delante de él todas las naciones». En esa cita estaremos todos los hombres y mujeres de todos los tiempos. El Apocalipsis dice: «Todo ojo lo verá, incluso quienes los traspasaron» (Apoc 1,7).

La condición en que nos encontraremos allí es igual para todos, estaremos todos con nuestro cuerpo resucitado: nuestros ojos lo verán. San Pablo, en su defensa ante el tribunal de Félix en Cesárea, cuando era acusado por el Sumo Sacerdote Ananías y otros ancianos de Israel, declara: «Tengo en Dios la misma esperanza que éstos tienen, de que habrá una resurrección, tanto de los justos como de los pecadores» (Hech 24,15).

Para describir lo que entonces ocurrirá, Jesús recurre a una comparación, que es la responsable de que se hable de una «parábola»: «Él separará a los unos de los otros, como el pastor separa  las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda». Es una imagen familiar para su auditorio, que a menudo ve al pastor apartar las ovejas de las cabras para ponerlas en corrales separados. Cuando estemos todos ante el Rey, que estará sentado en su trono de gloria, no habrá más que dos alternativas, derecha e izquierda. La suerte de unos y otros es infinitamente distinta.

El Rey dirá a los de su derecha: «Vengan, benditos de mi Padre, reciban en herencia el Reino, preparado para ustedes desde la creación del mundo». Podemos imaginar la felicidad de quienes escucharán esas palabras del Rey. Se trata de estar en su compañía en su mismo Reino. En cambio, a los de su izquierda dirá: «Apártense de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el Diablo y sus ángeles». Los jueces de la tierra pueden errar. Este Juez no puede errar; todo está descubierto ante sus ojos; su sentencia es verdadera y justa. ¿En qué se basa y por qué difiere tanto una sentencia de otra? Es lo que nos interesa saber, porque lo que Jesús está enseñando es que cada uno se forja en esta tierra, en el lapso de vida que Dios le concede, el lado en que se encontrará, a la derecha o a la izquierda, y recibirá la sentencia que corresponde: «Benditos de mi Padre» o «Malditos».

A los que reciban la sentencia de felicidad plena Jesús explica: «Porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; era forastero, y me acogieron...». Es cierto que ellos han hecho eso con los hambrientos y sedientos y forasteros... que encontraron en su vida, pero la sentencia parece basarse en un hecho errado, porque no recuerdan haberlo hecho con el Rey mismo. Entonces, Jesús expresa la verdad que él quiere revelar y, por eso, la introduce con la fórmula de revelación: «En verdad les digo, cuanto ustedes hicieron a unos de estos hermanos míos más pequeños lo hicieron a mí».

En paralelismo –antitético, por cierto–, expresa la razón de la sentencia condenatoria: «Porque tuve hambre, y ustedes no me dieron de comer; tuve sed, y no me dieron de beber...». Aunque es verdad que no tuvieron misericordia con los afligidos, objetarán, sin embargo, la sentencia, porque no se trataba del mismo Rey. Jesús declara: «En verdad les digo, cuanto ustedes dejaron de hacer a uno de estos más pequeños, dejaron de hacerlo a mí».

Cuando preguntaron a Jesús cuál era el mandamiento mayor de la Ley, él insistió en indicar dos: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón... y amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,36-39). En esta descripción del Juicio Final, cuando él aparece en su condición divina como el Hijo –en efecto, habla de «Benditos de  mi Padre»– une nuevamente ambos mandamientos: El amor al prójimo es el amor a él mismo, porque él se identifica con el prójimo: «Lo hicieron a mí». Ambos  mandamientos se reducen a uno; son inseparables.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez.

Obispo de Santa María de Los Ángeles

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