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La Tribuna
Columnista

Les abrió las inteligencias para comprender las Escrituras

Cristian Delgadillo Rosales

+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Cristian Delgadillo Rosales

El Evangelio de este III Domingo de Pascua nos ofrece el relato de Lucas de la aparición de Cristo resucitado «a los Once y a los que estaban con ellos» (Lc 24,33) en la tarde de aquel primer día de la semana en que él resucitó de entre los muertos.

Los dos discípulos que habían caminado con Jesús hasta Emaús, después que lo conocieron en la fracción del pan, regresaron de prisa a Jerusalén con la noticia. Esa tarde encontraron a los Once y a los demás reunidos, porque en Jerusalén ya había corrido la voz de que Jesús estaba vivo. Los recibieron con esta exclamación: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24,34). Ellos corroboraron esa afirmación con su propia experiencia del encuentro con Jesús en el camino a Emaús. Continúa el relato: «Estaban hablando de estas cosas, cuando él se puso en medio de ellos y les dijo: “La paz con ustedes”».

La primera parte de ese encuentro de Jesús resucitado con sus discípulos se destinó a demostrar que no se trataba de un espíritu, sino del mismo Jesús vivo en carne y huesos: «”Miren mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpenme y vean que un espíritu no tiene carne y huesos como ustedes ven que yo tengo”. Y, diciendo esto, los mostró las manos y los pies». Por medio del tacto pudieron verificar que quien estaba vivo ante ellos era un hombre de carne y huesos; examinando sus manos y sus pies pudieron verificar que este hombre era el mismo que estuvo crucificado. Para mayor prueba de que no se trataba de un espíritu, sino de el mismo Jesús resucitado, comió parte de un pez asado ante ellos, es decir, se relacionó con un alimento material digiriendolo.

Jesús resucitado dedicó la segunda parte de este encuentro con sus discípulos a demostrar, que según las Escrituras, el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día: «Abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras». ¿En qué forma abrió sus inteligencias? Simplemente, presentandose vivo ante ellos al tercer día después de su muerte en la cruz. ¿Por qué sólo esta visión concede comprender las Escrituras?

El Antiguo Testamento es una biblioteca compuesta por 46 libros de la más diversa índole: libros históricos, proféticos, sapienciales, poéticos. Jesús los llama con el nombre: «Ley de Moisés, Profetas y Salmos». Pero todos ellos constituyen una unidad, porque el autor es uno solo, Dios, y porque todos exponen el mismo plan de salvación del ser humano.

El plan de salvación es la historia conducida por Dios, dentro de la gran historia humana, tendiente a restituir la intención original que tenía Dios sobre ser humano cuando lo creó. Esa idea original la expresa la Escritura en estos términos: «Dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra...”. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó» (Gen 1,26.27). Pero nuestra experiencia verifica que este ser humano tiene un rasgo que contradice esa creación de Dios, un rasgo que es lo más distinto de la imagen de Dios que se pueda pensar, a saber, la muerte. ¿Cómo se explica que el Dios vivo haya creado al ser humano a su imagen y nosotros actualmente constatamos que el ser humano es mortal? Como buen conocedor de la Escritura, San Pablo responde: «Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado, la muerte; y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rom 5,12).

La muerte entró en el mundo por el pecado de Adán. Esto lo entendían los discípulos. La muerte afecta a todos, porque el pecado afecta a todos. Cuando los discípulos vieron a Jesús resucitado, comprendieron que la muerte había sido vencida por un hombre, Jesús; comprendieron que la imagen de Dios había sido devuelta al ser humano, es decir, que en adelante el ser humano podría gozar de la vida plena e inmortal. Pero para esto era necesario ofrecer reparación suficiente por el pecado. Esto lo consiguió el sacrificio de Cristo: «Así está escrito que el Cristo padeciera...». La prueba de que ese sacrificio había logrado el objetivo es la resurrección de Jesús. Ese objetivo –la reparación del pecado– lo consiguió Jesús para todos: «Que en su Nombre se predique la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén». Los discípulos entendieron que, gracias al sacrificio de Cristo, todos los seres humanos pueden obtener el perdón de sus pecados, es decir, recuperar la imagen de Dios, que incluye la vida inmortal. Sin la resurrección de Cristo el plan de salvación queda sin desenlace y la Escritura sin comprensión por parte del ser humano. Sólo Cristo resucitado «abre la inteligencia para comprender las Escrituras».

 

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