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La Tribuna

Yo soy el camino... nadie va al Padre sino por mí, Mateo 4,255,12

por Benjamín Ahumada

"Hemos dicho que un santo es quien goza ya de la felicidad eterna y esto nos lleva a preguntarnos en qué consiste la felicidad de un ser humano. Todo ser humano anhela la felicidad, incluso antes de saber en qué consiste".

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Interrumpimos este domingo 1 de noviembre la serie de domingos del tiempo ordinario, con su respectivo Evangelio, para celebrar la Solemnidad de Todos los Santos con su Evangelio propio de las Bienaventuranzas. Este es el Evangelio más apropiado para celebrar a todos los hombres y mujeres que pasaron por este mundo y ahora gozan de la felicidad eterna.

Hemos dicho que un santo es quien goza ya de la felicidad eterna y esto nos lleva a preguntarnos en qué consiste la felicidad de un ser humano. Todo ser humano anhela la felicidad, incluso antes de saber en qué consiste. No hay ningún ser humano a quien se le pregunte si quiere ser feliz y responda: No. Podemos adelantar que la felicidad no consiste en algo creado, por muy valioso que parezca. En efecto, todas las cosas creadas son limitadas; están destinadas a ser esto o aquello y nada más. En cambio, el ser humano, para ser feliz, anhela siempre más; en posesión de esto, ya desea aquello, porque esto no la sacia plenamente. Es, por tanto, un error común pensar que la felicidad la conceda el dinero. Podemos pensar en personas que han sido inmensamente ricas y que, sin embargo, han sido inmensamente infelices. La felicidad del ser humano consiste en la posesión de un Bien infinito y el único que cumple esta condición es Dios. La felicidad verdadera y plena no consiste en la posesión de algún bien creado, sino sólo en la posesión del Creador de todo, Dios.

Debemos agregar que la felicidad no consiste en la posesión de algún bien, por muy grande que sea, que pueda perderse. La satisfacción que ese bien pudiera conceder estaría siempre amenazada por el temor de su inevitable pérdida futura y, por tanto, ya no sería la felicidad plena, porque siempre se desearía una felicidad mayor, a saber, la posesión de ese mismo bien, pero sin el temor de perderlo. La felicidad plena no puede ser limitada por algún temor. La felicidad plena la concede sólo la posesión de un Bien infinito y eterno, Dios. Este es el Bien que poseen los santos que celebramos hoy. Ellos gozan de la felicidad plena y eterna. Todo nuestro anhelo debe ir hacia donde están ellos.

Si el ser humano tiene dentro de sí el anhelo de la felicidad plena y eterna, quiere decir que tiene la vocación a la santidad y ésta está inscrita en su mismo ser, porque así ha sido creado. Bien lo expresa el conocido poema de Frey Pedro de los Reyes: «Yo ¿para qué nací? Para ser santo... Loco debo ser si no soy santo». El ser humano -decía el importante teólogo Melchor Cano (1509-1560)- es «un ser imposible». En efecto, es un ser limitado, pero que no se sacia sino con la posesión de un Ser infinito.

Es verdad que en todos los seres humanos está el anhelo común de la felicidad plena. Pero todas las diferencias comienzan cuando se trata de definir el modo de obtenerla. La mayoría de los seres humanos piensan que la felicidad se encuentra en el dinero, en el poder, en la fama y andan afanosos tras esas cosas, incluso tratando de obtenerlas por medio de la violencia. Nosotros confesamos que el modo verdadero de alcanzar la felicidad plena lo conoce Jesús, porque Él, siendo Dios, es nuestro creador y sabe cómo nos creó: «Todo fue creado por Él y para Él» (Col 1,16); es más, Él vino al mundo precisamente para revelarnos el camino de la felicidad: «Yo soy el camino... nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6).

En la Biblia, la «bienaventuranza» es la expresión de esa felicidad: «Bienaventurado, feliz, dichoso el que...». Queremos conocer las que formula Jesús, confiando en que Él es la Verdad y no puede defraudarnos. Jesús no sólo formula en distintas ocasiones alguna «bienaventuranza»; Él formula una serie de nueve bienaventuranzas. Las suyas son diametralmente opuestas a las que formula el mundo en general. Aquí, más que nunca se cumple lo que Él dice sobre nuestros pensamientos: «Los pensamientos de ustedes no son los de Dios» (Is 55,8; Mt 16,23). Los verdaderos son los de Dios y son éstos: «Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de la justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos». Su felicidad comienza ya en esta tierra, por la promesa que abarca todo: «De ellos es el Reino de los cielos». Sabemos que esta es la expresión que usó Jesús para referirse a su propia Persona. Por tanto, ellos gozarán de Dios por toda la eternidad. Esa es la situación de los santos que celebramos hoy. En ellos se ha cumplido esa promesa de Jesús. Su felicidad ha comenzado en esta tierra y se ha consumado en el cielo.

Muy claro tenía todo esto Santa Teresa de Jesús de Los Andes. Cuando ella dudaba qué camino seguir, si entrar en la Congregación de las Hermanas del Sagrado Corazón o en el Carmelo de Los Andes, pide consejo a su director espiritual, pero le indica este criterio que se debe seguir en esa decisión: «Lo que yo deseo saber, Rdo. Padre, es dónde Ud. cree que me santificaré más pronto; pues, como le he manifestado varias veces, N. Señor me ha dado a entender que viviría muy poco. Lo esencial ha de ser la unión con Dios. ¿Dónde llegaré más pronto a unirme con Dios?» (Carta 45, al Padre Blanch, 13 dic 1918). Este era el anhelo de una niña de 18 años. La decisión recayó sobre el Carmelo de Los Andes y logró su objetivo de ser santa.

El mundo, en general -pensemos en las escenas que dominan en nuestro país y lo que mueve a las masas-, no comparte el modo de alcanzar la felicidad indicado por Jesús; no aprecia la pobreza de espíritu, la mansedumbre, el hambre y sed de justicia, etc. No cree que allí se pueda encontrar la felicidad; la buscan por un camino errado. Verdaderamente, dan la impresión que daban a Jesús: «Ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que lo encuentran» (Mt 7,13-14). Al celebrar hoy la Solemnidad de Todos los Santos debemos orar al Señor que nos muestre el camino que conduce a donde ellos están y nos conceda la gracia de caminar por él.

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