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La Tribuna
Columnista

Violencia en los colegios emblemáticos, un problema también de seguridad pública nacional

Jorge Contreras Blümel

Coronel de Ejército (R)
Consultor y docente en Seguridad Pública Ciudadana

por Jorge Contreras Blümel

Como se los he comentado en ocasiones anteriores, una de las causas más decididas de mi madre durante la etapa escolar de sus hijos era su intención de que nosotros estudiáramos en el Instituto Nacional de Santiago. Ella, hija de una profesora normalista de Los Ángeles, había visto cómo nuestra abuela materna salía a caballo a buscar alumnos para la escuela rural que tenía en Quilleco. Me comentaba que no había otra forma de notificar a los padres que existía una escuela rural y que era muy importante que asistieran sus hijos.

Parto con esta introducción personal porque, gracias al empeño de mi madre, logramos ingresar al Instituto Nacional, mi hermano mayor y yo. La realidad de colegios de provincia, con una matrícula reducida y con un montón de compañeros donde nos conocíamos entre todos —y también a sus familias—, se transformó de manera radical. De 200 alumnos pasamos a 4.000, y de estar en séptimo A, B o C, pasamos a cursos que iban desde el séptimo "A" al "Q". Sí, en efecto: el nuevo colegio acogía una matrícula increíblemente numerosa y respondía al anhelo de muchas familias que buscaban un colegio de excelencia para sus hijos. La idea era que pudieran explotar todas sus capacidades y encontrar espacios de proyección, oportunidades de desarrollo intelectual y, en muchos casos, ser la primera generación de profesionales de la familia.

En este sentido, el colegio era increíblemente diverso. Recuerdo compañeros con apellidos nobiliarios y otros de los más comunes; algunos de familias de altos ingresos y otros a quienes simplemente les prestábamos cuadernos y plata para la micro. Era una realidad heterogénea, una radiografía exacta de la composición de la sociedad chilena, y un espacio resguardado y justo de búsqueda de oportunidades para el futuro.

Esta diversidad numerosa colocaba en el centro la perseverancia y la capacidad de adaptación de niños aún muy pequeños, por sobre las capacidades intelectuales. Nuestro sentido de pertenencia era profundo: no había sido fácil entrar ni menos sobrevivir al exigente modelo de enseñanza, lo cual hacía que luciéramos con orgullo la insignia que había nacido con la patria misma. El colegio no llamaba a reuniones de apoderados; desde muy pequeños nos hacíamos responsables de nuestros resultados académicos y conductuales. No había grupos de WhatsApp entre los padres; la libreta de notas llegaba a mitad de año y luego al cierre. Tampoco había cuotas para paseo de curso, y la matrícula y todo —absolutamente todo— era gratuito. Nos sentíamos muy iguales.

El colegio promovía con fuerza la educación cívica, asignatura relevante dentro del currículo. Había pseudo partidos políticos internos que disputaron, por ejemplo, la votación del "Sí y el No", aunque nosotros no podíamos votar por edad. Teníamos debates políticos en el patio, con moderador, donde se confrontaban ideas sin agresiones. Las elecciones de presidentes de curso y del centro de alumnos también tenían tintes políticos y fueron siempre democráticas. En resumen, este colegio histórico seguía formando personas muy conscientes de la realidad nacional y de la situación política. Jamás se nos pasó por la mente rayar, destruir o quemar el colegio. Había demasiado orgullo de estar ahí como para cometer tamaña estupidez.

En la administración del Presidente Piñera (2010) se promovió la política pública de creación de los "Liceos Bicentenarios de Excelencia". Siguiendo la línea de los colegios de excelencia, promovieron la selección y dejaron abierta esta oferta escolar para todo Chile. Teniendo como foco la gratuidad, la igualdad de oportunidades y la mayor exigencia académica, se incentivaba el estudio, el ser mejores y el buscar oportunidades para un mejor futuro. Inexplicablemente, esta política pública fue dinamitada por la llamada "Ley de Inclusión". Con supuestos de baja evidencia se eliminó la selección; se armó una tómbola y los padres tuvieron que resignarse a llevar a sus hijos al colegio asignado por el sistema. En definitiva, se perdió el incentivo.

El golpe para los Bicentenarios fue devastador: salieron de los primeros lugares de los índices SIMCE. La tómbola no mejoró nada, como lo demuestran los estudios ("Fin de los colegios emblemáticos", CEP, 2024), y el ingreso a la educación superior siguió segregándose hacia los colegios particulares de mayores ingresos. Un total fracaso.

¿Qué tiene que ver esto con la violencia en los colegios emblemáticos? La respuesta es clara: la política pública de una igualdad supuesta destruyó la identidad de cada uno de estos establecimientos con siglos y décadas de historia. Hoy no hay orgullo ni sentido de pertenencia. Se transformaron de crisoles de cultura a espacios de anarquistas y activistas políticos; puntos de encuentro de egresados de cualquier colegio que ingresan con molotovs, queman el colegio, dañan a sus alumnos y también amenazan a profesores. Quienes diseñaron esta aberración de política pública debieran hacerse responsables, ya que dejaron entrar la violencia a espacios donde aún hay alumnos que esperan aprender y que piden, simplemente, que se detengan los paros.

Hablé con exalumnos recientes del Instituto Nacional y del INBA antes de escribir esta columna. Ellos me confirman que cambió el ethos de los colegios, que los delincuentes que ingresan se disfrazan de alumnos, que es imposible —en una matrícula de 2.500 por jornada— detectarlos, y que es muy complejo revisar todas las mochilas buscando acelerantes. El año pasado más de 30 alumnos resultaron quemados y otros quedaron en riesgo vital por las molotovs. ¿Qué pasó con las querellas? ¿Qué pasó con los responsables? ¿Cómo es posible que no sepamos quiénes son? Resulta muy extraño que no se pueda contener este fenómeno. Desde este espacio de opinión demando que vuelva la selección, que vuelva el derecho de los padres a elegir, que se recupere la educación de excelencia y que nos preocupemos de los liceos Bicentenarios.

La seguridad pública es, por definición, un estado de normalidad para ejercer la libertad de tránsito, de culto y también de estudio en lugares pacíficos. Junto con ser un problema de índole educativo, lo que ocurre en los colegios emblemáticos es también un problema de seguridad pública nacional. Si no se recuperan estos colegios, la movilidad social, el romper las brechas de desigualdad y la mejora en los índices de rendimiento se hará cada vez más complejo.

Jorge Andrés Contreras Blümel, ex Institutano

Coronel de Ejército (R)

Consultor y docente en Seguridad Pública Ciudadana

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