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Columnista

En zona de confort

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por La Tribuna
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Alejandro Mege Valdebenito

La psicología, una de las  ciencia que estudia la conducta humana, define la llamada Zona de Confort como un estado permanente de rutina pasiva que otorga a la persona niveles de seguridad psicológica que le permite evitar o eludir los posibles riesgos que pongan en peligro su estabilidad y tranquilidad psíquica, manteniendo una actitud indiferente y ajena frente a los sucesos de la vida diaria. Se trata de no correr riesgos de ninguna especie, en una actitud de quien nada hace, nada teme; es el no querer involucrarse no sólo en las situaciones que afectan el entorno más inmediato, sino  que en los problemas que existen en la comunidad -local o nacional- en que se vive, más aún si los hechos no le afectan directamente, situaciones  que, ubicadas en  la cómoda zona de confort, corresponde que las arreglen otros. Para eso están las autoridades y para eso se les paga.

Es cierto. Existen múltiples situaciones de la vida social, cultural, política y económica en que no todas las personas pueden o están en condiciones, por diferentes motivos o condicionantes culturales o sociales, de participar directamente en ellas, ni tienen la posibilidad de dar su opinión y, cuando tienen la opción de hacerlo, prefieren abstenerse para no molestar a alguien y se continúa aceptando pasivamente lo que, en lo íntimo de la conciencia, se reconoce incorrecto e, incluso, inmoral.

Salir de la zona de confort, abandonar el nido psicológico que otorga  protección, vencer el miedo a perder la tranquilidad y la seguridad que significa estar en la tribuna y mirar como la vida en sociedad transcurre sin involucrarse  ni sorprenderse de las irregularidades que le afectan para no ser mal interpretado, perder una supuesta amistad que se creía transparente, ser recriminados por meterse en lo que se considera ajeno o ser acusado  de  interesadas o torcidas  motivaciones, es un riesgo que muy pocos  están dispuestos a correr.

Permanecer en la zona de confort ha sido la actitud - muchas veces irresponsable y no menos cómplice- de quienes, teniendo conocimiento directo de hechos delictuales, inmorales, incluso criminales, haber recibido denuncias o sido informado de ellos por las propias víctimas, guardaron ominoso silencio. Los innumerables casos que difunden a diario los medio de comunicación informan desde cuándo sabían y cuánto conocían de los hechos ocurridos muchas personas (y, cuánto aún no se conoce) de los ilícitos éticos y legales que se habían cometido y que, cuando hubo conocimiento público de ellos, hicieron arder en el fuego del infierno impecables y virtuosos currículos de vida, derribando imágenes idealizadas en el imaginario colectivo, incluso estatuas esculpidas en mármol o en bronce, erigidas en honor de personajes que resultaron tener de barro no sólo los pies, sino que, también el alma.

Lo peor que puede ocurrir es que una persona se guarezca de manera permanente  en su zona de confort por considerar que los hechos que hoy llaman la atención pública siempre han ocurrido y que seguirán ocurriendo y que no son de su preocupación. Al menos, claro está, que le afecten personalmente y, si ello sucede, esperarán el repudio de la sociedad y clamarán por justicia, como lo hacen tantas personas dolorosamente violentadas y de cuya realidad se permanece ajeno e insensible para no ver, oír, ni menos sentir, blindado en una  cómoda zona de confort.

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