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La Tribuna
Columnista

Cristo entregó su vida para redención de muchos Mc 10,35-45

Leslia Jorquera

+ Felipe Bacarreza Rodríguez, obispo de Santa María de los Ángeles.

por Leslia Jorquera

El episodio que nos presenta el Evangelio de Marcos en este domingo XXIX del tiempo ordinario nos revela hasta qué punto nuestra naturaleza humana está sometida a la esclavitud del pecado y necesita, por tanto, ser liberada. Un esclavo no puede liberarse a sí mismo; es necesario que otro pague el precio de su rescate. Pagar este precio es lo que se llama «redimir un esclavo».

Jesús y sus discípulos van camino a Jerusalén. Y Jesús acaba de anunciarles el objetivo de ese viaje: «Miren que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, lo escupirán, lo azotarán y lo matarán, y a los tres días resucitará» (Mc 10,33-34). Es la tercera vez que Jesús anuncia a los Doce su pasión y muerte. Pero ellos no entienden y rehúsan profundizar sobre ese tema. Ellos han confesado que Jesús es el Cristo y ya no pueden liberarse de la ambición del poder y de los honores humanos de los cuales esperan gozar por ser sus más cercanos seguidores. Y a pesar de que Jesús los instruye por tercera vez, no entienden.

La primera vez que Jesús anunció su pasión fue inmediatamente después de la confesión de Pedro: «Tú eres el Cristo» (cf. Mc 8,29-33). En esa ocasión Pedro rechazó el hecho de que el Cristo tuviera que padecer: «Tomándolo Pedro aparte, se puso a reprenderlo». Pero Jesús lo rechaza, diciéndole, de manera que todos escuchen: «¡Quítate de delante, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». ¡Jesús espera que sus discípulos tengan los pensamientos de Dios! Pero esto imposible al ser humano; si no le es dado, sus pensamientos serán siempre sólo «pensamientos de los hombres», es decir, ambición de poder y de ser servido.

La segunda vez que Jesús anunció su pasión lo hizo caminando a solas con sus discípulos: «Iban caminando por Galilea; Jesús no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: “El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; lo matarán y a los tres días de haber muerto resucitará”» (Mc 9,30-31). Ante este anuncio, el evangelista observa de nuevo la incomprensión de los discípulos: «Ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle» (Mc 9,32). No sólo evitan el tema, sino que, en ese mismo camino, después de ese anuncio, comienzan a discutir entre ellos «quién de ellos sería el mayor», se entiende cuando Jesús entre en posesión de su reino, como corresponde al Cristo, al hijo de David: «Jesús les preguntó: “¿De qué discutían por el camino?”. Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor» (Mc 9,33-34). En esa ocasión Jesús les enseña cuáles son los pensamientos de Dios: «Se sentó (adopta la actitud del maestro), llamó a los Doce, y les dijo: “Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos”» (Mc 9,35). Después de esta enseñanza, habríamos esperado que comprendieran. Pero no. Hemos dicho que es imposible, como lo demuestra el Evangelio de hoy.

En efecto, después del tercer anuncio de su pasión, que es el más explícito y que hemos recordado más arriba, tenemos esta reacción de los discípulos: «Se acercan a él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dicen: “Maestro, queremos, nos concedas lo que te vamos a pedir... Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda”». Jesús ya les ha enseñado con toda su autoridad de maestro que «si uno quiere ser el primero debe hacerse el último y el servidor de todos» y ahora les anuncia que en Jerusalén será azotado, escupido, condenado a muerte; y ellos siguen ambicionando el poder. Uno podría pensar que es ambición de esos dos apóstoles. Pero queda en evidencia que todos ambicionan lo mismo: «Al oír esto los otros diez, empezaron a indignarse contra Santiago y Juan». Es que ellos se les adelantaron. Cuando se trata de la ambición por el poder humano, cede incluso la amistad.

Entonces Jesús les da a ellos y a todos sus discípulos una norma que debe marcar la diferencia con el mundo; les expresa los pensamientos de Dios, contrarios a los pensamientos de los hombres: «Ustedes saben que los jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre ustedes, sino que el que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será el servidor de ustedes y el que quiera ser el primero entre ustedes, será esclavo de todos». Hemos visto que esta enseñanza ya la ha propuesto Jesús con toda su autoridad de maestro. Pero ahora agrega la enseñanza suprema, que consiste en su propio ejemplo, como si dijera: «Aprendan de mí, que tengo los pensamientos de Dios». Les dice: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida para redención de muchos». Jesús agrega esa última cláusula como nuevo anuncio de su pasión. Pero ahora agrega que esa muerte es una redención, es decir, el pago del rescate de un esclavo. Lo agrega para revelarnos que los seres humanos no podremos liberarnos nunca de la ambición de poder y de grandeza humana que nos tiene esclavizados y hacernos servidores de todos, si no somos liberados. Y el precio de ese rescate fue la muerte de Cristo en la cruz. Así lo entendieron finalmente los apóstoles y por eso pudieron enseñarlo, como lo hizo San Pedro y como lo hace la Iglesia hasta hoy: «Ustedes han sido redimidos de la conducta necia heredada de sus padres, no con algo perecible, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de Cordero inmaculado e intachable, Cristo» (1Ped 1,18-19).

      

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