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La Tribuna
Columnista

El discurso del Pan de vida Jn 6,24-35

Leslia Jorquera

 + Felipe Bacarreza Rodríguez, Obispo de Santa María de los Ángeles

por Leslia Jorquera

El Evangelio de este Domingo XVIII del tiempo ordinario culmina con una afirmación solemne, pero sorprendente, de Jesús: «Yo soy el pan de la vida». Con esta afirmación Jesús define su identidad: «Yo soy...». Es, por tanto, importante examinar su sentido.

Una primera explicación es la que Jesús mismo da: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed». El hambre y la sed son una experiencia dolorosa que sufre el ser humano, cuando carece de los bienes esenciales para su vida: la comida y la bebida. El hambre es el clamor de nuestro ser por la comida; y la sed es el clamor por la bebida. Jesús asegura que él es quien provee lo necesario para apagar el hambre y la sed; y lo hace en forma definitiva: «No tendrá hambre... no tendrá nunca sed».

En este primer sentido la afirmación de Jesús equivale a una declaración de su divinidad. En efecto, sólo Dios puede garantizar el pan necesario para la vida del ser humano y así lo reconocemos cuando nos dirigimos a Él para suplicarle: «Danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6,11). Así se revela Dios en el Éxodo, cuando responde al clamor del pueblo por el pan, diciendo a Moisés: «Mira, yo haré llover sobre ustedes pan del cielo; el pueblo saldrá a recoger cada día la porción diaria» (Ex 16,4). A la mañana siguiente el pueblo encontró sobre el suelo el maná y, cuando preguntan a Moisés su significado, él responde: «Este es el pan que el Señor les da por alimento» (Ex 16,15). Sobre Dios, dice el Salmo 104: «Tú les das su alimento a su tiempo... Abres Tú la mano y sacias de bienes a todo viviente» (Sal 104,27.28). En el Evangelio del domingo pasado leíamos el episodio de la multiplicación de los panes y veíamos que Jesús encarna esa providencia divina alimentando en el desierto a cinco mil hombres (Jn 6,1-15).

Pero hay un sentido más profundo a la sentencia de Jesús –«Yo soy el pan de vida»–, que se obtiene del contexto en que la pronuncia. Después de la multiplicación de los panes, habíamos dejado a Jesús huyendo al monte él solo para sustraerse al entusiasmo popular que quiere tomarlo para hacerlo rey. Luego, atraviesa el lago en dirección a Cafarnaúm, caminando sobre el agua. Allí lo encuentra de nuevo la multitud, que habiendo visto que no se embarcó con sus discípulos, le preguntan: «Rabbí, ¿cuándo has llegado aquí?». Jesús les critica no haber comprendido el signo de la multiplicación de los panes y haberse quedado sólo en el beneficio material del alimento corporal: «En verdad, en verdad les digo: ustedes me buscan, no porque han visto signos, sino porque han comido de los panes y se han saciado». Para entender el milagro de la multiplicación de los panes como un signo se requiere la fe. En efecto, la fe concede ver en ese prodigio una manifestación de la divinidad de Jesús. Viendo el empeño con que lo buscan –con que obran– por el pan material que han comido hasta saciarse, Jesús agrega: «Obren, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna». En esta exhortación Jesús distingue dos tipos de alimento, que corresponden respectivamente dos tipos de vida. El alimento perecedero para una vida perecedera; y el alimento que permanece –no perecedero– para una vida eterna. El primero es proporcional al esfuerzo del hombre, como está escrito: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque polvo eres y al polvo volverás» (Gen 3,19). Ese pan alimenta una vida que volverá al polvo. El alimento que permanece para vida eterna, en cambio, no puede conseguirlo el ser humano con su esfuerzo, porque es superior a todo esfuerzo humano; acerca de ese alimento dice Jesús: «Lo dará a ustedes el Hijo del hombre».

Los judíos no entienden lo que Jesús les dice y se quedan en la exhortación a «obrar», que les sugiere su esfuerzo por cumplir las prescripciones de la Ley, cumplimientos que ellos llaman «obras de Dios». Por eso, preguntan a Jesús, a quien llaman Rabbí (Maestro): «¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?». Para Jesús, la «obra de Dios» es una sola y no la hace el ser humano, sino Dios: «La obra de Dios es que ustedes crean en quien Él ha enviado». De esta manera, Jesús enseña que la fe, que permite ver en él al enviado de Dios, es una obra que Dios hace en nosotros. Basado en éste y otros textos del Nuevo Testamento, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él» (N. 153).

Los judíos piden un signo para creer en Jesús, ¡otro más, además de la multiplicación de los panes!: «¿Qué signo haces para que viéndolo creamos en ti? ¿Qué obra realizas?». Y le citan el signo que acredita a Moisés: «Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”». Ya hemos visto que el maná no lo dio Moisés, sino Dios. Y es la corrección que les hace Jesús: «No fue Moisés quien les dio el pan del cielo; es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo». Llama a Dios «mi Padre» y asegura que no sólo es Él quien les dio el maná, en ese episodio histórico del desierto (siglo XII a.C.), sino que Él mismo les da ahora otro pan, que Jesús llama, en contraposición al maná: «Verdadero pan del cielo». Acerca de este pan agrega: «El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo». El maná no bajaba del cielo y no daba más vida que ésta perecedera. De hecho, todos los que comieron el maná murieron en el desierto, según la sentencia de Dios: «Por haber murmurado contra mí, en este desierto caerán vuestros cadáveres» (Ex 14,29). El pan que Jesús promete, en cambio, baja realmente del cielo y da al mundo vida eterna.

La reacción de los judíos ante don tan magnífico es la que se podía esperar: «Señor, danos siempre de ese pan». En cierto sentido, manifiestan ya tener fe en las palabras de Jesús: le dan el título de «Señor», reservado a Dios, y confían en que él puede darles ese pan, como lo ha prometido, diciendo: «Que el Hijo del hombre les dará». Y esta fe de ellos merecerá la declaración culminante de Jesús: «Yo soy el pan de vida». Se refiere a la vida eterna, que sólo él nos puede dar. Esta sentencia da el nombre a este discurso de Jesús: «Discurso del Pan de vida». Jesús seguirá aclarando cuál es este don en la continuación del largo discurso; y nosotros seguiremos profundizando sus palabras en los próximos tres domingos.

                                                     

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