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La Tribuna
Columnista

Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo Mt 16,13-20

Leslia Jorquera

 + Felipe Bacarreza Rodríguez.
Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Leslia Jorquera

El Evangelio de este Domingo XXI del tiempo ordinario comienza con una pregunta que hace Jesús a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?». Los apóstoles saben que, cuando Jesús habla del «Hijo del hombre» en tercera persona, se refiere a su propia persona. ¿Por qué usa esa expresión? ¿Por qué no dice simplemente «Yo»?, como lo hace en su segunda pregunta: «Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?».

Si la expresión «Hijo del hombre» referida a Jesús se entiende en sentido literal, entonces es falsa, porque entre todos los seres humanos el único que no es hijo de hombre es él. Jesús es Hijo de Dios y «concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen».

Si la expresión se entiende según el modo semita para indicar gentilicio o cualidad ­«los hijos del Reino» (Mt 8,12; 13,38); «los hijos de la boda» (Mt 9,15); «los hijos de Israel» (Mt 27,9; Lc 1,16); «hijo de paz» (Lc 10,6); «los hijos de este mundo... los hijos de la luz» (Lc 16,8; Jn 12,36); «los hijos de la resurrección» (Lc 20,36); «el hijo de perdición» (Jn 17,12)­, entonces significa simplemente «el hombre». También Jesús usa ese modo de expresarse: «Todo será perdonado a los hijos de los hombres» (Mc 3,28). Pero, si este fuera el caso, entonces en su pregunta Jesús estaría dando a la misma realidad dos nombres distintos: «los hombres» y «el Hijo del hombre».

En realidad, «Hijo del hombre» es una fórmula usada por Jesús para mantener en perfecto equilibrio su naturaleza humana, que lo hace sujeto de sufrimiento y muerte en la cruz, y su naturaleza divina, que lo hace uno con Dios en la gloria. Según la primera dice: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza... El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán, y al tercer día resucitará» (Mt 8,20; 17,22-23). Pero también: «El Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta... Yo les declaro que a partir de ahora verán al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mt 16,27; 26,64). Rompiendo ese equilibrio, los hombres opinan que él es Juan el Bautista o Elías o Jeremías o uno de los profetas, todos grandes personajes, pero puramente humanos. En cambio, Pedro, manteniendo ese equilibrio, por una gracia especial de Dios, declara: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Esta verdad es más que lo que puede alcanzar Pedro por sus propias facultades humanas. Por eso, merece de parte de Jesús una especial bienaventuranza: «Bienaventurado eres tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». «La carne y la sangre» es otro modo semita de referirse al ser humano, destacando su limitación propia. Llamando a Dios «mi Padre que está en los cielos», Jesús confirma la verdad de lo declarado por Pedro –«Tú eres el Hijo de Dios vivo»– y afirma que esa verdad es una revelación concedida a él por Dios.

La confesión de Pedro se encuentra en los tres Evangelios Sinópticos –Mateo, Marcos y Lucas–; pero sólo Mateo nos transmite las circunstancias en que Jesús da al principal de sus apóstoles el nombre de Pedro. El lector sabe desde el principio que este apóstol tiene ese nombre; el evangelista lo llama así narrando su vocación: «Caminando por la ribera del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores» (Mt 4,18). Pero ahora va a saber por qué tiene ese insólito nombre (Piedra, en arameo, Kefa).

Retomando la confesión de Pedro, Jesús a su vez confiesa: «Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que  desates en la tierra quedará desatado en los cielos». Ya hemos dicho que la palabra que salió de la boca de Jesús en arameo es «Kefa», que es masculino. Desgraciadamente, «piedra», en griego y también en español, es femenino y para darle ese nombre a un varón es necesario hacerla masculina: Pedro (Petros, en griego).

Este texto aparece sólo en Mateo. Pero, si hubiera faltado también en este Evangelio, la historia del cristianismo y de la humanidad habría sido muy distinta. Estas pocas palabras hacen posible la existencia de la Iglesia y en esa medida determinan la historia. Lo que Jesús declara es que ese apóstol sobre el cual edifica «su Iglesia» tiene la misión de declarar la verdad en materia de fe y el bien en materia de moral. La expresión idiomática semita «atar y desatar» expresa el poder que tenían las autoridades religiosas de Israel de declarar lo falso y lo verdadero, lo malo y lo bueno. En general, se trataba de lo que concordaba o no con la ley de Moisés. Por ejemplo: Rabbi Aquiba declara: «Matar a un inocente: atado - Salvar una vida en sábado: desatado». Lo novedoso en el caso de Pedro, no es que tenga ese poder, sino que cuando él ejerce ese poder, lo que él declara bueno o verdadero es declarado bueno o verdadero en el cielo, se entiende, por Dios. Por ejemplo: «Jesús es Juan el Bautista: atado - Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo: desatado». Pedro estrenó su poder declarando eso.

Ese poder dado a Pedro por Cristo mismo lo ejerció el Papa San Juan Pablo II declarando «atado» el aborto, es decir, mal moral grave: «Con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente» (Encíclica Evangelium vitae, N. 62, 25 marzo 1995). En estos días nuestros legisladores han declarado el aborto «desatado» en tres casos, contradiciendo lo que Dios ató en el cielo. De esta manera, como nación, nos hemos emancipado de Dios mismo, que es la fuente de todo bien y felicidad. Cabe repetir aquí la queja que Dios formulaba contra su pueblo: «Doble mal ha hecho mi pueblo: me abandonaron a mí, manantial de agua viva, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen» (Jeremías 2,13).

+ Felipe Bacarreza Rodríguez.

Obispo de Santa María de Los Ángeles

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