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La Tribuna
Columnista

Objeción de conciencia y libertad religiosa

Zazil-Ha Troncoso

Magdalena Lira Valdés, Fundación Voces Católicas

por Zazil-Ha Troncoso

Tuve la suerte de ver la película “Hasta el último hombre”, dirigida por Mel Gibson. Cuenta la historia de Desmond Doss, un joven médico que participó en la Segunda Guerra Mundial y que terminó convirtiéndose en el primer objetor de conciencia en la historia estadounidense en recibir la medalla de honor del Congreso. Salvó vidas en la guerra, negándose a portar un arma para matar a sus adversarios.

El film plantea un tema muy actual para nosotros en Occidente: la objeción de conciencia. En una sociedad laica que trata a la religión como un asunto de la vida privada y donde la elección personal se considera como el derecho fundamental, vemos cómo continuamente surgen conflictos cuando algunas personas deciden actuar según su conciencia, aunque -como sucede en esta película- sean amenazados con la pérdida de su empleo o con acciones judiciales. ¿Esto es válido?

Si nos atenemos a la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, la respuesta es no.  En su artículo 18, declara que toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.

Pero, ¿qué entendemos por libertad de conciencia? Se refiere a ese reducto íntimo del hombre donde se encuentran sus convicciones más profundas (religiosas, morales, ideológicas, filosóficas, etc.), fuera del alcance de cualquier poder público.

Tanto la libertad religiosa como la de conciencia integran aquel núcleo duro de derechos fundamentales, inalienables e imprescriptibles que se imponen por sobre los ordenamientos jurídicos de los Estados, aunque estos no los reconocieran.

Según el Informe de la Libertad Religiosa en el Mundo 2016, elaborado por la fundación pontificia Ayuda a la Iglesia que Sufre, la libertad religiosa y de conciencia está hoy en retroceso, no sólo en lugares del mundo donde en nombre de la religión se están cometiendo crímenes brutales.

Se denuncia una persecución más silenciosa y solapada bajo ciertos fundamentalismos laicistas, donde la neutralidad del Estado o laicidad de este son interpretados o aplicados de forma incorrecta. Por ejemplo, cuando la libertad religiosa aparece como una concesión del Estado al ciudadano y no como un derecho que surge de la dignidad de la persona.

En este caso, no estamos ante un Estado aconfesional (sinónimo de neutralidad y laicidad), sino ante un Estado anticonfesional o antirreligioso, con una actitud de “fundamentalismo laicista” poco respetuosa de la dignidad personal de los creyentes y del derecho a la libertad religiosa.

Conocer, valorar y exigir el respeto a la libertad religiosa y de conciencia no se trata sólo de luchar por un derecho fundamental de un creyente, sino que es velar por el derecho de creer y también de no creer. 

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