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La Tribuna
Columnista

Lc 19,1-10: Jesús pasó haciendo el bien

Gabriel Hernandez Velozo

por Gabriel Hernandez Velozo

El Evangelio de este Domingo XXXI del tiempo ordinario nos presenta la última etapa del viaje de Jesús a Jerusalén: «Habiendo entrado en Jericó, atravesaba la ciudad». Ya se nos ha informado de lo ocurrido en el camino, poco antes de llegar a esa ciudad: «Al acercarse él a Jericó, estaba un ciego sentado junto al camino pidiendo limosna» (Lc 18,35). El paso de Jesús significó para ese mendigo ciego un don inesperado de Dios: «Recobró la vista, y seguía a Jesús glorificando a Dios». Con razón San Pedro resume, en casa de Cornelio, el misterio de Jesús, diciendo: «Pasó haciendo el bien» (Hech 10,38).

La afirmación de San Pedro se cumple también en otro personaje que se encuentra al paso de Jesús por Jericó: «Había un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicanos, y rico». ¿Qué bien se puede hacer a semejante hombre? Él tiene poder, porque trabaja para Roma, y es rico. Pero algo le falta, tiene un vacío que sus riquezas no colman. Él ciertamente ha oído hablar de Jesús y espera algo de él: «Trataba de ver quién es Jesús». Pero, así como el ciego no podía ver a Jesús, a causa de su ceguera, a Zaqueo se lo impide otra circunstancia: «No podía, a causa de la multitud, porque era de pequeña estatura». Tiene que haber esperado mucho de esa mera visión de Jesús, pues venció la honorabilidad de su rango de «jefe de publicanos y rico»: «Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verlo, pues iba a pasar por allí». Trepando un árbol, siendo adulto, se comporta como un niño. Pero alcanzó su objetivo, porque Jesús llegó a aquel lugar. Entonces ocurrió lo inesperado; actuó la gracia.

«Cuando llegó a aquel sitio, mirando Jesús hacia arriba, dijo a él: “Zaqueo, baja pronto, porque hoy debo quedarme en tu casa”». Si Zaqueo siente un fuerte deseo de ver a Jesús, por su parte, Jesús siente un deber. Cuando el Evangelio usa el verbo «debo, debe», generalmente se refiere a la voluntad salvífica de Dios. Es el mismo verbo que usa cuando anuncia: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho...» (Lc 9,22). Podemos imaginar la sorpresa de Zaqueo al verse llamar por su nombre y percibir que también Jesús tiene deseo de verlo a él: «Miró Jesús hacia arriba». Zaqueo «bajó pronto y lo recibió con alegría».

 Interviene la multitud, de nuevo poniendo obstáculo, como lo hizo poco antes, tratando de hacer callar al ciego que gritaba hacia Jesús. Esta vez, «todos murmuraban diciendo: “Ha ido a hospedarse en casa de un hombre pecador”». Jesús fue a esa casa por la misma razón que «el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). La casa de Zaqueo representa a todo el mundo. Y el resultado asombroso es este: «A cuantos lo recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1,12). Esto es lo que ocurrió en casa de Zaqueo: «Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: “Señor, daré la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré el cuádruplo”». Nadie habría logrado este efecto; es una obra de la gracia. Lo puede obrar sólo Jesús. Por eso Jesús declara: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham». Mientras la multitud dice: «Es un pecador», Jesús contradice: «Es hijo de Abraham», es decir, «es hermano de ustedes». Así hay que acoger al pecador que se convierte.

¿Por qué recibió Zaqueo esa gracia? ¿Qué es lo que llamó la atención de Jesús hacia él? Zaqueo recibió esa gracia, porque con su actitud –correr y trepar a un árbol– se hizo como un niño. Esto es lo que cautivó a Jesús, como él mismo lo asegura: «En verdad les digo: si ustedes no cambian y no se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3-4).

Ambos episodios ocurridos en torno a Jericó revelan la misión de Jesús, que él mismo formula para explicar su conducta: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». En ambos casos –haciendo callar al ciego y reprochando a Jesús que se haya hospedado en casa de un pecador–, la multitud adopta una actitud errada. Ocurre también hoy. Cuando se trata del misterio de la salvación, lo que la multitud considera correcto, suele estar en contradicción con la verdad que es Cristo. Él es el único que puede declarar: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). También ante él la multitud asumió una postura errada, como lo predica San Pedro ante todo el pueblo: «Israelitas, escuchen estas palabras: A Jesús, el Nazareno, hombre acreditado por Dios entre ustedes... ustedes lo mataron clavandolo en la cruz por mano de los impíos... Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien ustedes han crucificado» (Hech 2,22.23.36).

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

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