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La Tribuna
Columnista

Que todos sean uno Lc 9,11-17

Leslia Jorquera

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Leslia Jorquera

La Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, que tiene su ubicación propia en el calendario litúrgico el jueves sucesivo a la Solemnidad de la Santísima Trinidad, se traslada en Chile y en muchos otros países al domingo siguiente. Podemos decir que para un fiel católico todos los domingos son una fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, porque todos los domingos está invitado a participar de este admirable misterio. Pero hoy lo pone la Iglesia ante nuestros ojos para que podamos contemplarlo y apreciar el inmenso don que se nos ofrece.

El Evangelio de esta Solemnidad es el relato del milagro de la multiplicación de los panes según San Lucas. Este episodio es uno de los más conocidos del Evangelio. Nadie que tenga un conocimiento del Evangelio, aunque sea superficial, ignora que este es uno de los milagros que hizo Jesús. Es  parte de la cultura general. La importancia de este episodio se deduce también del hecho de encontrarse en los cuatro Evangelios (en Marcos y Mateo en dos instancias). Hay muchos hechos de la vida de Jesús que los Evangelios no nos transmiten; lo dice San Juan: «Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro» (Jn 20,30). Muchas cosas que hizo y enseñó Jesús las encontramos en uno, dos o tres de los Evangelios. Pero la multiplicación de los panes es esencial; está en los cuatro. Sin ella el Evangelio no estaría completo. ¿Por qué es tan importante?

Jesús quiso retirarse con sus discípulos a un pueblo llamado Betsaida. Pero no pudo sustraerse a la multitud: «Las multitudes lo supieron y lo siguieron». Lucas describe la actitud de bondad de Jesús: «Acogiéndolos, Jesús les hablaba sobre el Reino de Dios y sanaba a los que tenían necesidad de curación». Podemos imaginar el entusiasmo con que hablaba Jesús sobre el Reino de Dios; habla de lo que él conoce plenamente y personalmente. Pero, no sólo hablaba sobre el Reino de Dios, sino que lo hacía presente con su poder de curar a los enfermos. Es comprensible que nadie quisiera apartarse de él.

«Pero el día comenzó a declinar». La multitud que seguía a Jesús tiene necesidad también de alimento. Es lo que hacen notar a Jesús los Doce, sugiriéndole lo que tiene que hacer: «Despide a la gente para que vayan  a los pueblos y aldeas del contorno y busquen alojamiento y comida, porque aquí estamos en un lugar desierto». Quieren aparecer ellos más preocupados que Jesús de las necesidades de la gente. Jesús comprende que la gente tiene necesidad de alimento y dice a los Doce: «Dénles ustedes de comer». ¿Les está mandando algo imposible? Era imposible con sólo cinco panes y dos peces, que es lo único que tienen. Por eso, preguntan si, para cumplir esa orden, deben ir ellos a comprar pan para esa multitud. Lo presentan como una hipótesis imposible: «Había como cinco mil hombres». Entonces Jesús toma la iniciativa y da otra orden, ésta perfectamente posible: «Hagan que se sienten en grupos de unos cincuenta cada uno».

Jesús quiere que se formen comunidades en las que todos puedan comunicarse. Se trata de cien pequeñas comunidades dispuestas para un banquete. Entonces Jesús dará cumplimiento a lo que dice el Salmo 104 sobre la Providencia de Dios: «Todos ellos están esperando de ti que tú les des su alimento a su tiempo; tú se lo das y ellos lo toman, abres tu mano y se sacian de bienes» (Sal 104,27-28). Es lo que hace Jesús: «Tomó los cinco panes y los dos peces, y elevando los ojos al cielo, los bendijo, los partió, y los iba dando a los discípulos para que los distribuyeran a la multitud». Todos se saciaron y sobraron doce canastos llenos de pan.

Jesús preparó para esa multitud un banquete que hizo de ellos  una comunidad. Sólo hay otra ocasión en que Jesús se preocupa personalmente de preparar para sus discípulos un banquete: se trata de la última cena con ellos. En esa ocasión les dice: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de padecer» (Lc 22,15). Por estas palabras y por los gestos que Jesús hace, ellos debieron recordar aquel primer banquete: «Tomó un pan y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Esto es mi cuerpo que es entregado por ustedes; hagan esto en memoria mía. De igual modo, después de cenar, tomó la copa, diciendo: Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por ustedes» (Lc 22,19-20). Ahora ellos están preparados para obedecer la orden que les da: «Hagan esto en memoria mía». ¡Y lo hicieron ellos y lo ha hecho la Iglesia hasta hoy, cada vez que celebra la Eucaristía! En este banquete se nos da como alimento el Cuerpo y la Sangre de Cristo y nos hacemos uno con él: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,56). Sólo en la Eucaristía podemos realizar lo que Jesús pedía a su Padre: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros» (Jn 17,21).

El individualismo, el egoísmo, la violencia, la ira, que llenan hoy nuestras calles y ciudades, tienen un solo remedio: la Eucaristía, que uniéndonos a Jesús, nos infunde su amor y, con esa fuerza unitiva del amor, hace de nosotros uno. Era el anhelo de Jesús; es también nuestro anhelo.

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

 

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