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La Tribuna
Columnista

Mi Reino no es de este mundo Jn 18,33-37

Leslia Jorquera

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Leslia Jorquera

 

Todos los domingos son el «Día del Señor» y están destinados a celebrar a Jesucristo nuestro Señor. Pero en este Domingo XXXIV del tiempo ordinario, que es el último domingo del año litúrgico, celebramos a Jesucristo, Rey del Universo. De esta manera, el último domingo del año litúrgico pone ante nuestros ojos el último día de la historia, cuando, según la revelación del mismo Jesús, «el Hijo del hombre vendrá en su gloria, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria y serán congregadas ante él todas las naciones» (Mt 25,31-32). En el último día de la historia Jesucristo se manifestará a todos como Rey del Universo: «Todo ojo lo verá» (Apoc 1,7).

Lo que será manifestado el último día lo presenta el Evangelio de Juan como ya realizado en la vida terrena de Jesús y prolongado en toda la historia humana. Es lo que se llama «la escatología realizada» de Juan. En el Evangelio de este domingo leemos la declaración explícita formulada por Jesús ante Pilato: «Soy Rey».

Están frente a frente Pilato y Jesús; el poder de este mundo y el poder divino. La paradoja más grande de la historia es que el poder de esta tierra condenará a muerte al que tiene todo poder en el cielo y en la tierra. Pilato representa el poder del Imperio Romano, que se imponía por medio de la fuerza física y que decidía sobre la vida y la muerte de sus súbditos. Por eso los judíos entregan a Jesús al tribunal de Pilato. Cuando Pilato les dice: «Tómenlo ustedes y júzguenlo según la Ley de ustedes», ellos responden: «Nosotros no podemos dar muerte a nadie» (Jn 18,31).

Pilato, entonces, interroga a Jesús: «¿Eres tú el Rey de los judíos?». Si este es el motivo de la acusación, antes de responder, Jesús quiere saber, en qué se basa Pilato; en otras palabras, si lo juzga por sus hechos o por lo que ha oído sobre él: «¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?». Jesús nunca pretendió el título de «Rey de los judíos». Al contrario, después de la multiplicación de los panes, «dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarlo por la fuerza para hacerlo rey, huyó de nuevo al monte él solo» (Jn 6,15). Pilato debe reconocer que «otros lo dicen de él». Y entonces viene a los hechos, que es lo que verdaderamente importa en un juicio: «Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?».

Respondiendo a esta pregunta, Jesús va a explicar, no lo que otros dicen de él, sino lo que él dice de sí mismo, es decir, en qué sentido él es Rey: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mis siervos habrían combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí». Tres veces usa Jesús la expresión «mi Reino». La reacción de Pilato es la única posible: «¿Entonces, tú eres Rey?». Notemos que quedó atrás el título restringido de «Rey de los judíos». Pilato pregunta si él es Rey en sentido absoluto, sin limitación a un solo pueblo. Jesús responde: «Sí, tú lo dices, soy Rey». Falta todavía explicar en qué forma él es Rey.

Las tres veces que Jesús usa la expresión «mi Reino» es para negar que sea de este mundo. Los reinos de este mundo se sostienen por el poder y la violencia de las armas. El Reino de Jesús se basa en otro poder: «Si mi Reino fuese de este mundo, mis siervos habrían combatido...». En efecto, cuando vinieron a detener a Jesús, Pedro sacó la espada para impedirlo, pero Jesús detuvo toda violencia: «Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?» (Jn 18,11). De esta manera enseña a sus discípulos que toda violencia, incluso para defender lo más sagrado –no hay nada más sagrado que la Persona de Jesús– es ajena a su Reino. ¿En qué consiste, entonces, el poder de su Reino? El poder de su Reino se basa en el amor, que consiste en la entrega de la vida por el bien de los demás.

Ya había contrastado Jesús ante sus discípulos el poder del amor con el poder del mundo: «Los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre ustedes, sino que el que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será el servidor de ustedes, y el que quiera ser el primero entre ustedes, será esclavo de todos, que el Hijo del hombre ha venido, no a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,42-45). Este es el Rey que nosotros reconocemos; un Rey que ha dado la vida por  nosotros, para que nosotros tengamos vida en plenitud: «He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

Después de afirmar que su Reino no es de este mundo y de declarar, en consecuencia: «Soy Rey», Jesús agrega: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz». Se refiere a la verdad sobre Dios y sobre el sentido último del ser humano y del universo. Jesús puede dar testimonio de esta verdad, porque él la ha visto, como aseguró a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto... No es que alguien haya visto al Padre; sino aquel que ha venido de Dios, ése ha visto al Padre» (Jn 3,11; 6,46).

Jesús distingue entre los que son de la verdad y los que no lo son. ¿En qué se conocen unos y otros? Responde Jesús: «Todo el que es de la verdad, escucha mi voz». Pilato, aun habiendo oído físicamente hablar a Jesús, no escuchó su voz, porque no era de la verdad. En efecto, cortó el diálogo con la pregunta escéptica: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18,38), que equivale a decir: La verdad no existe, todo es relativo. Muchos tienen hoy esa misma postura. Que sea una advertencia para ellos observar que Pilato terminó entregando a la muerte a un inocente con la pregunta cínica que hace a los judíos que pedían su crucifixión: «¿Al Rey de ustedes voy a crucificar?» (Jn 19,15). No lo reconocían como Rey ni él ni los judíos. Nosotros en este domingo lo aclamamos como Rey del universo y queremos ser súbditos suyos escuchando su voz.

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

 

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