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La Tribuna
Columnista

El Hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?

Cristian Delgadillo Rosales

+ Felipe Bacarreza Rodríguez,
Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Cristian Delgadillo Rosales

En el Evangelio es más frecuente ver a Jesús admirarse por la fe de las personas que encuentra que por la falta de fe. En efecto, ante el centurión romano a quien bastaba que Jesús lo dijera de palabra para que su siervo sanara, pues no se consideraba digno de que entrara bajo su techo, Jesús admirado declara: «En verdad les digo que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande» (Mt 8,10). A la mujer sirofenicia que no se ofende de ser comparada con los perritos y se contenta con las migas que caen de la mesa de los hijos, Jesús dice: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt 15,28). En el Evangelio de este Domingo XIV del tiempo ordinario, en cambio, vemos que Jesús se admira por la falta de fe. ¡Y se trata de sus conciudadanos de Nazareth!

El evangelista San Marcos nos dice que, después del Bautismo de Juan, Jesús «recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios» (Mc 1,39). El Evangelio de este domingo lo presenta cuando viene a su propio pueblo de Nazareth, donde él vivió treinta años de su vida. Comienza la lectura del Evangelio uniendo con lo anterior: «Jesús salió de allí y vino a su pueblo, y lo siguen sus discípulos». ¿De dónde salió? Salió de la casa de Jairo, donde había resucitado a su hija, poco después de haber curado a la mujer con hemorragias. Jesús partió de su pueblo solo y ahora vuelve rodeado de discípulos que lo siguen y de la fama de su enseñanza y sus milagros. En su pueblo, «llegado el sábado comenzó a enseñar en la sinagoga».

Los que estaban en esa sinagoga no puede dejar de reconocer que habla con gran sabiduría y que obra milagros con gran poder: «¿Qué sabiduría es esta, que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus  manos?». Su sabiduría y su poder son innegables. Lo que hay que discernir es su origen: «¿De dónde le vienen estas cosas a éste?». La respuesta que se espera es: de Dios. Esto era lo que tenían que haber aceptado. Esto era lo que Jesús manifestaba en toda su Persona. Pero ellos encuentran obstáculo en el bajo perfil que hasta entonces Jesús ha mantenido, como lo expresan con otra serie de preguntas: «¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, Joset, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?». El hecho de que Jesús, a la edad en que desarrollaba su ministerio, sea identificado por su madre y no por su padre, como sería lo normal, nos revela que ya José había muerto (Marcos no menciona nunca a José). Sabemos que en la Escritura el concepto de «hermano» es muy amplio y no siempre designa a hermanos carnales. De hecho, dos de esos personajes, Joset y Santiago, aparecen en este mismo Evangelio como hijos de otra María distinta que la madre de Jesús (Mc 15,47; 16,1).

 La acentuación: «Aquí, entre nosotros», de los conciudadanos de Jesús, expresa la insignificancia del pueblo de Nazareth, tanto que ese solo hecho sería motivo para descartar cualquier misión de importancia: «¿De Nazareth puede haber algo bueno?» (Jn 1,46), pregunta incrédulo Natanael, cuando Felipe le habla de Jesús, diciendole: «Aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús el hijo de José, el de Nazareth» (Jn 1,45).

«Se escandalizaban de él». Tropezaban con el hecho de que Jesús hubiera vivido treinta años en ese pueblo tan secundario, sin hacerse notar por otra cosa que por ser carpintero. Los que estaban en esa sinagoga de Nazareth ni siquiera le conocen el nombre. Conocen, en cambio, el nombre de su madre: «¿No es este el carpintero, el hijo de María?». Dos cosas en Jesús son motivo de tropiezo para los seres humanos: su origen humano tan sencillo y, sobre todo, su muerte en la cruz. Ambas cosas las subraya el ángel que anuncia su resurrección a las mujeres que acuden al sepulcro: «Ustedes buscan a Jesús el nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí» (Mc 16,6).

Jesús volvió a su pueblo y allí no fue reconocido como profeta, mientras en otros lugares muchos lo seguían y creían en él, como hacía Jairo y la hemorroísa. Por eso Jesús recuerda el dicho: «Un profeta no carece de prestigio sino en su pueblo, entre sus parientes y en su propia casa». Observemos que Jesús evita decir: «Entre sus hermanos o hermanas». Habla de «parientes», pues eso son. Jesús esperaba encontrar en ellos acogida. Por eso, «se maravilló por su falta de fe». Después de su ministerio en la tierra, Jesús fue llevado el cielo, aunque sigue presente en su Iglesia. Sabemos que volverá a la tierra entre los suyos que ahora somos todos los seres humanos. Tal vez tenía en mente esa experiencia vivida en su pueblo, cuando formula una pregunta inquietante para nosotros hoy: «El Hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8).

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