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La Tribuna

La historia de Juan Pinolevi: el desconocido Lautaro del siglo XIX

por Juvenal Rivera Sanhueza

Criado en las cercanías de Nacimiento, este hijo de lonco fue enviado por su padre a formarse en la Academia Militar como parte de las medidas para mantener la paz en la zona de la frontera. Aunque llegó a ser oficial, el joven volvió a su tierra a defender a los suyos.

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Ocurrió en estas tierras pero es apenas recordado. En medio de los difíciles y violentos tiempos de mediados del siglo XIX, una historia asombrosa que transcurrió, teniendo como escenario los bosques y llanuras de la provincia de Biobío y el refinado ambiente del Santiago de la época.

Eran tiempos complicados en esta zona. Hacia 1850, la Araucanía era tierra en manos de los mapuches que vivían en un virtual estado propio, cuyo límite norte era el río Biobío. Todavía ni siquiera existían ciudades como Mulchén mientras que Los Ángeles y Nacimiento, más que poblados, eran importantes plazas militares destinadas a tratar de controlar las incursiones indígenas e incrementar la presencia chilena más al sur del Biobío (la capital provincial recién fue considerada ciudad en 1852).

En este escenario, el cronista Pedro Pablo Figueroa, autor de varios diccionarios biográficos nacionales y ardiente defensor del Balmacedismo, dejó el testimonio digno de ser recordado en una vieja revista Zig-Zag, de 1907, esa de grandes formatos y expresivas ilustraciones.

Su historia fue rescatada por el profesor Juan de Luigi Lemus (fallecido en 2011), quien fuera director de bibliotecas de la Universidad de Concepción hasta 1998 e integrante de la Academia Chilena de la Historia del Instituto de Chile.

Al igual que la historia del legendario toqui Lautaro, es el relato de un mapuche que, aunque educado en las armas en la aristocracia capitalina de mediados del siglo XIX, prefirió dejar todo de lado para volver a su tierra y pelear por su gente.

Esta es su historia.

EL ALFÉREZ PINOLEVI

Nuestro personaje fue Juan Pinolevi, el hijo del cacique Pinolevi, aquel que por los años de 1850 junto a sus aliados, los caciques Catrileo, Cañuepán y Quilapán, suscribió con el general Manuel Bulnes un compromiso de paz que se mantuvo por algunos años, pero que con el correr del tiempo engendraría problemas tales que desencadenarían de nuevo la guerra en la frontera.

El cacique Pinolevi, como una forma de dar garantías al gobierno chileno de su buena fe, fijó su residencia en Nacimiento y entregó a su hijo de 14 años, Juan, en calidad de rehén para ser educado como garantía de unión y paz. En este sentido fue conducido a Santiago y adscrito como alumno en la Escuela de Cabos y futura Academia Militar.

En sus primeros años, el joven Pinolevi fue educado como cadete en el arma de caballería, dedicándose principalmente al aprendizaje del idioma español. Durante todo el período de sus estudios demostró una gran capacidad, inteligencia y admirable espíritu de adaptación. Pero a pesar de todas sus cualidades, encerraba muy dentro de sí retraimiento y melancolía. Era característico que deambulara por los pasillos y corredores del plantel sumido en honda meditación, sin dirigir la palabra a nadie. A pesar de su carácter retraído, sus compañeros lo conocían de buenos sentimientos.

Pasado el tiempo, destacó características sobresalientes para la carrera militar: levantaba grandes balas de cañón, demostrando una capacidad física fuera de lo común. En sus estudios sobresalía en los ramos de literatura e historia, teniendo dificultades en matemáticas donde obtenía sólo notas mediocres.

Fue muy fuerte el impacto de la noticia de la muerte de su padre.

El cacique Pinolevi fue atravesado por una lanza empuñada por el cacique Quilapán (que más tarde encabezó la resistencia al proceso de Pacificación de la Araucanía), debido a su franca adhesión al gobierno chileno y el cacicazgo fue heredado por un lejano pariente, rompiéndose toda tregua e iniciándose una serie ininterrumpida de luchas de las cuales Cornelio Saavedra fue uno de los principales protagonistas.

El año de 1859 fue un año que los penquistas debieran recordar en forma particular, al igual que 1851. Dos revoluciones contra el Presidente Manuel Montt fueron las manifestaciones regionales, tanto de Concepción como de La Serena, contra un autocratismo centralista. También el año en que el cadete Pinolevi finalizó sus estudios y recibió su nombramiento de alférez en el Regimiento de Granaderos a Caballo de guarnición en la capital.

Fue un espléndido oficial cuya arrogante figura despertaba la simpatía que sus compañeros de armas le brindaban sin ambages. Era, además, el más elegante del regimiento y un verdadero centauro a caballo. Todo esto le abría las puertas de los salones de la época, este hijo de la lejana Arauco más parecía un refinado aristócrata que lo que realmente era.

El Regimiento de Granaderos hacía diariamente la guardia en el Palacio de la Moneda y era costumbre que el oficial de guardia, en ese día, almorzara con el Presidente.

De esta manera, el alférez Pinolevi se ganó la simpatía y amistad de don Manuel Montt, con quien además almorzó muchos domingos en su calidad de hijo de un cacique aliado del gobierno.

En 1861, en las postrimerías de su gobierno y muy cerca de entregar el mando, Montt le solicitó que le pidiera algún servicio como muestra de la simpatía y cariño que le había tomado, a lo que Pinolevi le contestó que la reflexionaría y se lo diría en la semana entrante. Al domingo siguiente el joven mapuche se dirigió más o menos textualmente de esta manera al Presidente Montt:

Agradezco a Ud. todas las distinciones y afectos que he recibido de V.E. y muy particularmente el bondadoso ofrecimiento que se ha dignado hacerme y el cual acepto. Deseo, Excmo. Señor, regresar a mi país de Arauco. Quiero contemplar nuevamente los valles donde nací, las llanuras que en mi infancia recorrí al galope de mi caballo; las montañas donde ascendí hasta tocar las nieves perpetuas, los cráteres humeantes de sus volcanes que alumbran sus noches silenciosas; los ríos que atravesé a nado venciendo sus corrientes. Los rumores de los bosques y las selvas me atraen con mágico encanto y durante estos largos años he vivido soñando en la Escuela y en el cuartel con todos sus misterios. Todo eso quisiera volver a ver para dar reposo a mi alma.

Solicito de V.E., en consecuencia, permiso para volver a mi nación.

El Presidente Montt le concedió una licencia de dos meses y el joven Pinolevi se dedicó a despedirse de todos sus amigos. Después de un viaje de veinte días a caballo, llegó a las riberas del Biobío.

EL CACIQUE PINOLEVI

Se dice que frente al caudaloso río se despojó de su uniforme, se envolvió en un poncho y a su cabeza ató un trarilonco, dejando sólo un pellón como montura. De esta manera, atravesó a nado el río junto con su caballo. Llegado a las posesiones de su asesinado padre, fue recibido con muestras de alegría y en un duelo que sostuviera con el cacique que le había sucedido en el mando a su padre, lo mató, asumiendo como jefe y caudillo.

A fines del año 1862, un poderoso contingente indígena se presentó en son de guerra frente a las tropas de la frontera. Los combates que día a día se desarrollaron sorprendieron tanto a los soldados como a los jefes. Frente a ellos se encontraba una legión hábilmente adiestrada. Los indígenas peleaban ahora en forma ordenada, de acuerdo a tácticas de combate vigentes y en uso. Los combates fueron duros y sangrientos y durante todo el año las acciones de guerra fueron muy duras para el ejército nacional.

En enero de 1863, los mapuches presentaron batalla en los llanos al sur del río Malleco al ejército de línea.

El combate fue terriblemente encarnizado y sangriento; el chivateo estremecía a las compactas filas de los contingentes del ejército, que logró una victoria después de una larga y dura lucha. Al efectuar un reconocimiento del campo de batalla, los oficiales encontraron entre los muertos al alférez Juan Pinolevi.

Él había encabezado por más de un año la lucha de los indígenas, tratando de inculcarles, al igual que Lautaro, todos los elementos militares que captó en su paso por el Ejército para colocarlos al servicio de su raza y su nación.

Más pudieron la sangre y sus deseos de vida libre y selvática que la agradable vida santiaguina.

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