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Más que soldados: las historias de los 45 de Antuco

por Por Pilar Zapata Coloma

Para una gran mayoría de ellos el servicio militar era el primer paso hacia un trabajo estable y definitivo; para otros, una forma de disciplinarse y de cumplir con un mandato obligatorio.

42 de los 45 fallecidos fueron jóvenes que pasaron a la historia bajo la categoría de “soldados”, pese a que solo llevaban cuarenta días de instrucción militar y 18 años fuera de ella. / Diario La Tribuna

¿Héroes o mártires? Estos sustantivos tal vez gusten o molesten a quienes conozcan los hechos de hace dos décadas. Porque al releer sus historias se evidencia que llamarlos así puede ser una forma muy simplista de categorizar a estos jóvenes que recién terminaban su adolescencia y buscaban iniciar un camino hacia la vida adulta. 

Para una gran mayoría de ellos el servicio militar era el primer paso hacia un trabajo estable y definitivo; para otros, una forma de disciplinarse y de cumplir con un mandato obligatorio. Independiente de cuál hubiese sido su motivación, lo cierto es que 42 jóvenes fallecieron y pasaron de inmediato a la historia bajo la categoría de "soldados", pese a que solo llevaban cuarenta días de instrucción militar y 18 años fuera de ella. Quizás esta denominación podría ser más atingente para las otras tres personas fallecidas: dos jóvenes a quienes les faltaba menos de un mes para salir licenciados y un adulto, con más de veinte años de servicio en la institución.    

De distintos orígenes, caracteres y lugares, a todos ellos los encontró el mismo destino un miércoles de mayo a los pies de un volcán, en medio de una tormenta con ropa delgada, sin descanso ni preparación adecuada y con una muy pobre alimentación para lo que vendría.  

¿Quiénes fueron estos jóvenes? Les compartiremos una breve reseña a partir del libro Antuco, 45 voces de una tragedia, de la periodista Pilar Zapata Coloma. Dicho texto cuenta con testimonios recopilados durante el primer año de los fallecimientos y la mayor parte corresponde a los relatos de las madres, aunque también hay de algunos padres; hermanas y hermanos; tíos y tías. Gracias a que estas familias lograron sobreponerse a la enorme angustia y pudieron poner en palabras su dolor abrumador, es que hoy podemos vislumbrar parte de lo que fueron las historias de los 45.   

Este reportaje está basado en el libro Antuco, 45 voces de una tragedia, de la periodista Pilar Zapata Coloma. / Diario La Tribuna
Este reportaje está basado en el libro "Antuco, 45 voces de una tragedia", de la periodista Pilar Zapata Coloma. Diario La Tribuna

JUGANDO A SER HOMBRES

"Hola, soy Pedro y este es mi autorretrato.  Soy un estudiante y voy en segundo medio, soy muy tranquilo, sensible y siempre me dicen que soy muy callado o tal vez tímido. Soy alto, flaco, moreno, tengo el cabello corto y los ojos cafés. Me gusta mucho el fútbol, mi equipo favorito es la Universidad de Chile y ocupo casi todo mi tiempo libre en eso, porque no me gusta salir o hacer otras cosas. Bueno, lo que más quiero es terminar mis estudios para poder trabajar y salir adelante, ojalá pueda seguir estudiando y ser un profesional". 

El texto fue escrito por Pedro Díaz Cerna de Nacimiento, quien soñaba con aportar al sustento del hogar. Terminó el tercero medio y salió llamado a hacer el servicio. Lo vio como una opción más concreta y rápida que realizar estudios universitarios, por lo que se fue contento al ejército como la mayoría de estos jóvenes, entre ellos: Juan Valenzuela Riquelme de Huépil, Osvaldo Contreras Hidalgo de Laja o Milton González Castillo de Santa Fe. Partieron ilusionados con seguir una carrera en la institución castrense: "es que era su sueño y cuando una no tiene para darles, ojalá todos los sueños de los hijos una se los pueda cumplir" comentaba Guillermina, madre de Juan David Valenzuela.  "Yo no juzgo a nadie por lo que pasó, porque Carlitos desde siempre quiso convertirse en militar y se nos fue cumpliendo lo que él quería hacer" expresaba Gladys, madre de Juan Carlos Castro Balboa. 

Incluso entraron al servicio contrariando la opinión de los suyos. Así lo relataron las familias de Francisco Burgos Burgos de Mulchén, Esteban Díaz Valderrama de Postahue en Laja, Cristian Mendoza Concha de Quilleco, Cristian Herrera Henríquez e Ignacio Vallejos Henríquez de Los Ángeles, Daniel Mardones Cuevas de Santa Bárbara o Miguel Piñaleo Llaulén de Pitril en Alto Biobío. Pero ya habían cumplido 18 años y sus familias los vieron tan decididos, que pese a ofrecerles otras alternativas, ellos decidieron por lo que se veía como un camino más certero. 

"Yo le decía que estudiara (...) iba a terminar el liceo internado en Traiguén y después podía estudiar para ser ingeniero forestal y ayudarle a mi viejo. Pero me decía que iba a ser el hombre más feliz si quedaba adentro del ejército" narraba María, madre de Juan Zambrano Cárdenas de Nacimiento. Precisamente terminar la enseñanza media en Traiguén era el sueño de David Carrasco Yáñez de Pedregal, sin embargo, no pudo sacarse el servicio por lo que fue uno de los jóvenes que ingresó por obligación. 

Se enrolaron un lunes 04 de abril. Para algunos de ellos, las primeras semanas al interior del regimiento fueron una experiencia feliz. Fue el caso de Silverio Avendaño Huilipán de Carrizal en Nacimiento, Lizardo Garcés Forquera del sector rural de Los Ángeles o de Enzo Sánchez González de Villucura en Santa Bárbara, quien incluso estuvo enfermo con reposo médico al interior del recinto. Pero también hubo quienes tenían muy pocas ganas de seguir, después de la entrega de armas y de pasar un fin de semana en sus casas, como lo atestiguaron las familias de Christopher Pérez Sánchez de La Montaña, Edgardo Sobarzo Cruces de Las Malvinas en Quilleco o Carlos Quezada Véjar de Huaqui.

"Cristian, hiciste un compromiso con la patria y ahora lo tienes que cumplir" recordaba Itolinda que le dijo, con mucho pesar, a su hijo Cristian Chávez Varela cuando le comentó que no quería volver al regimiento.   

CASI ME PUSE A LLORAR

"Querida amiga: estoy acostado en la parte de arriba de la litera, hoy fue un día duro, nos levantaron a las 06:15, teníamos que levantarnos en tres minutos, en la mañana nos formaron y llegaron unos tipos que eran antidrogas, que trajeron un perro antinarcóticos y este perro (...) me mordió la blusa y me arrancó los botones y ahora como (...) tengo que coserlos. En la tarde nos aporrearon un poco, pero más tarde fui al casino donde me relajé, me tomé una bebida de cien pesos, me fumé unos puchitos. En conclusión, estoy feliz, echo de menos también a mi familia, a mis amistades, el 29 me voy para Huépil, mañana te escribo más". 

La carta es de Cheby, José Francisco de Huépil, quien dejó algunos escritos que bien sirven para graficar la forma en que se sentían esas primeras semanas internos: "(...) mi cabo se porta bien conmigo, pero el miércoles me retó y casi me pongo a llorar. Pero ahora estoy bien, me acostumbré al sistema" escribió el martes 12 de abril, un poco antes de las diez de la noche. 

Hijos, pololos, hermanos y amigos, como buenos adolescentes de hace dos décadas, la mayor parte de ellos jugaba al fútbol, escuchaba hip hop o veían televisión. Quienes provenían de sectores rurales cazaban, andaban a caballo o acompañaban a sus padres en las labores de campo. 

"A Jaime le gustaba cabalgar, correr por los potreros, jugar al tejo y por las noches, cuando se terminaban los quehaceres, se dedicaban a jugar al naipe con la familia"  narra el relato de Benedicta, madre de Jaime Bizama Palma de La Colonia. 

"Su vida de adolescente era salir a cazar conejos, pescar, sembrar o pasear bajo los árboles. Sus abuelos le habían dejado como legado el amor por la vida de campo". Así Ricardo Seguel Herrera pasaba sus días en Mulchén, en medio de sembradíos o ayudando a su padre como albañil. Cuando llovía salía a cazar con su perra Bala en quien se gastaba toda su mesada. 

"Se lo peleaban los clubes. Lo largaba uno y lo tomaba otro altiro porque era bueno para jugar, tenía nombrada" relataba Sofanor, tío de Cristian Vallejos Vallejos, quien había terminado su cuarto medio en el Liceo La Frontera de Negrete y se enroló con la esperanza de que le sirviera para transformarse en gendarme. Cristian era tan futbolista como Ángel Saavedra Troncoso de Villa Mercedes, cuyo último día en casa estuvo toda la jornada en un cuadrangular y apenas tuvo tiempo para despedirse de su familia. O como Robert Castillo Ruiz que era delantero en dos clubes de Santa Bárbara, por lo que tenía lesiones que ocultó con tal de entrar al servicio.  

"Hugo estaba enamorado de su polola y con ella pasaba parte de su tiempo. Los fines de semana alegraba a todos en casa con los programas radiales bailables y los domingos los consagraba al fútbol, jugando con la camiseta número 9 del Stronger, el mismo equipo de su padre. En las canchas del fútbol campesino se encontraba también con quien sería su compañero de armas y destino, José Bustamante" narra el libro, basado en la entrevista a Marta, madre de Hugo Muñoz Cifuentes de Chacayal Norte.  

Wilo, Guillermo Foncea Sandoval de Los Ángeles, era scout desde los 4 años, muy cercano a su padre, le gustaban las fiestas y tenía muchos amigos. Su madre le enseñó a cantar, por lo que hacían dúos tocando con la guitarra. Jonathan Bustos Bastías llegó desde Concepción a vivir a Chacayal y partió a presentarse al pueblo con impermeable nuevo y guitarra en mano, transformándose rápidamente en un joven querido y conocido por todos.  

A Naldo, Arnaldo Jorquera Jara, le gustaba cantar hip hop, de niño actuaba y demostró tener altas habilidades para el dibujo, por lo que en su casa siempre pensaron que sería un pintor. Se fue a inscribir al servicio de malas ganas, pero se alegró una vez que se encontró con su compañero de Mulchén, Ricardo Seguel, por lo que estaba pensando seguir la carrera militar. 

No eran pocos los que ya habían terminado su enseñanza media y contaban con una especialidad técnica, entre ellos: Julio Renca Navarrete y Juan Ramírez Jara, quienes habían estudiado en el Liceo Industrial de Los Ángeles, mecánica automotriz; en el liceo de Laja Fredy Montoya Fica, electricidad y Francisco Montoya Montoya, construcciones metálicas; en Don Orione, José Bustamante Ortiz y Angel Saavedra, mecánica, mientras que Enzo Moisés estructuras metálicas. Esta misma especialidad hizo Jaime Bizama en el liceo de Monte Águila; en el liceo de Nacimiento, Silverio Avendaño estudió procesamiento de maderas; Luciano Fuentes Leiva, mecánica automotriz en un liceo de Santiago. 

También había quienes trabajaban en su casa o en lo que pudieran: Roberto Contreras Mellado en una fábrica maderera de Los Ángeles; Christopher Pérez Sánchez en una constructora en La Serena; Guillermo Gacitúa Quijada fotografiando turistas en los saltos del Laja; Víctor Aqueveque Erices cosechando uvas como temporero en el norte; Cristian Herrera de empaquetador en un supermercado y su primo Ignacio Vallejos, manejando y arreglando vehículos; Carlos Quezada Véjar tomando corales a la orilla del río; José Ortega Astudillo cortando leña; Miguel Piñaleo Llaulén, arreglando artefactos para sus vecinos; Freddy Pilar Parada en una empresa eléctrica donde habían prometido contratarlo. 

Un año después de la tragedia, La Tribuna rememoró en los rostros de los fallecidos, lo acaecido ese 18 de mayo en la cordillera de la provincia de Biobío. / Diario La Tribuna
Un año después de la tragedia, La Tribuna rememoró en los rostros de los fallecidos, lo acaecido ese 18 de mayo en la cordillera de la provincia de Biobío. Diario La Tribuna

LOS TRES DEL RANCHO 

Iban a cargo del rancho, es decir, de la alimentación que se entregaba en la campaña. Rolando Escobar Contreras de Cabrero y Rubén Reyes Urra de Mulchén estaban por licenciarse de su servicio militar iniciado el año anterior. Es más, el gemelo de Rubén, Benjamín, ya había culminado este proceso y regresado a casa. Rubén tuvo un problema con un superior, quien lo obligó a continuar enrolado hasta fines de mayo. Ni a él ni a su hermano les interesaba la carrera militar, solo entraron para cumplir con su obligación al salir llamados. Ambos habían estudiado administración de empresas en el liceo de Mulchén y estaban pensando seguir la carrera de marketing. 

Para reunir dinero, se habían ido como temporeros al norte. Tenían alma de artistas y disfrutaban con la música y la actuación. Venían de una familia de seis hijos, compuesta por un pastor y su esposa. Eran idénticos e inseparables, hasta que llegaron al servicio militar. 

Rubén era compañero de Rolando, Laco, a quien sí le gustaba el ejército y estaba entusiasmado con la idea de continuar adentro. Pensaba que su Sargento Monares podía ayudarlo recomendándole para hacer reemplazos y luego conseguir algo definitivo. Su mamá, Ximena, no estaba de acuerdo y le ofrecía pagarle un curso para que se dedicara a otra cosa, pero él quería seguir en la institución. Silencioso y obediente, Laco era el menor de tres hermanos, único varón, el protegido de la familia. 

Luis Monares Castillo a sus 16 años era "el hombre de la casa" y se encargaba del cuidado de sus cinco hermanos, ayudando en todo a su madre María, quien mantenía económicamente a la familia. Siempre quiso vestir de uniforme, por lo que antes de terminar la enseñanza media ya estaba dentro del ejército. Su esposa, Roxana, decía que el Negri tenía el uniforme en la sangre y que nadie podía imaginárselo siendo otra cosa. Padre de tres hijos, tenía un carácter severo, era excelente dueño de casa y visitaba a diario a su madre. Fue el único militar de planta que falleció y de manera póstuma la institución lo reconoció con una Medalla al Valor por haber ayudado a los soldados durante la marcha, incluso entregándole a uno de ellos, su chaqueta y zapatos, para él continuar su caminata calzando solo unas zapatillas con las que enfrentar el temporal en medio de la nieve.       

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