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Columnista

Velocidad urbana

Leslia Jorquera

Alejandro Mege Valdebenito

por Leslia Jorquera

 Comentando los efectos de la ley con un amigo, éste me dijo: ¿crees que si antes no se respetaban los 60 kilómetros por hora, se van a respetar los 50?, menos si no existen suficientes policías para controlar su cumplimiento. Olvídate.

En el ir y venir por las calles de la ciudad para cumplir funciones laborales o para realizar trámites en su centro, como le ocurre a muchos conductores, debemos, con mayor o menor suerte,  enfrentar los problemas del tránsito – y de estacionamiento- en una urbe saturada de vehículos donde los “eventos”, que vuelven al ataque una y otra vez, y la semaforización mal sincronizada no facilitan un desplazamiento expedito ni tranquilo, a lo que se suman aquellos conductores que siempre andan apurados y para quienes las disposiciones legales que regulan el tránsito son solo normas de buenas intenciones que garanticen el derecho de los ciudadanos para desplazarse por las vías públicas sin peligro de su integridad física pero que excederlas no constituyen delito  mientras el accidente o el daño no se produzca; muchos de ellos con trágicas consecuencias.

Habiendo entrado en vigencia, el 4 de agosto del año en curso, la ley 21.103 que reduce la velocidad máxima en zonas urbanas de 60 a 50 kilómetros por hora, con sanciones pecuniarias y de suspensión de licencias para quienes no la respeten, empezamos a observar el cuentakilómetros de nuestro vehículo para tratar de mantener la velocidad dentro del rango fijado y en ese intento fuimos sobrepasados por casi todos los móviles y “saludado” amablemente por entorpecer el  tránsito por quienes circulaban como si fueran vehículos de emergencias abriéndose paso a una mayor velocidad que la permitida para ayudar en algún accidente o un siniestro;  tratando de alcanzar a alguien o bien huyendo por algún delito.

Al parecer nada de eso.

Solo la satisfacción de la velocidad y la transgresión de una ley que, como muchas que se reconocen necesarias pero que no se respetan, haciendo de la nuestra una sociedad cada vez más hipócrita, cuando la realidad de hábitos y costumbres de la población superan a los legisladores, algunos de los cuales también rompen las mismas leyes que aprobaron.

Comentando los efectos de la ley con un amigo, éste me dijo: ¿crees que si antes no se respetaban los 60 kilómetros por hora, se van a respetar los 50?, menos si no existen suficientes policías para controlar su cumplimiento. Olvídate. Y así ha resultado ser, y hemos observado que quienes más rompen el límite de velocidad, zigzagueando peligrosamente entre vehículos para adelantar o no respetar la indicación del semáforo o la señalética vial son mayoritariamente – aunque hay otros -vehículos de empresas prestadoras de servicios y, también motos y bicicletas, en una deplorable y peligrosa convivencia vial, a los que se suman entusiastamente jóvenes conductores que gustan hacer alarde de sus habilidades para conducir y para quienes la norma y la señales del tránsito constituyen desafíos para demostrar su destreza y su valor, sin respeto por el otro ni consciencia del peligro que ello significa, tanto para ese otro, como para sí mismo.

Las estadísticas son elocuentes al respecto.

Pensamos que en  educación ciudadana, una unidad  o un electivo sobre las leyes del tránsito podrían contribuir a formar consciencia del respeto por las leyes, no solo las del tránsito.

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