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La Tribuna
Columnista

Paz en la tierra a los hombres en quienes Dios se complace Lc 2,1-14

Leslia Jorquera

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Leslia Jorquera

Los profetas en Israel habían anunciado que Dios salvaría el mundo y que lo haría por medio de un descendiente de David. David fue elegido por Dios y ungido por el profeta Samuel para ser rey de Israel. Como efecto de la unción vino sobre David el Espíritu del Señor y esta acción del Espíritu sobre él es lo que explica que haya sido el gran rey que Israel recordaba. El pueblo había recibido la promesa de un nuevo Ungido (Mesías, dicho en hebreo; Cristo, en griego), hijo de David. A éste anunciaban los profetas; a éste esperaban. Las profecías se cumplieron; pero su cumplimiento superó infinitamente todo lo esperado. En efecto, ningún profeta siquiera sospechó hasta qué punto intervino Dios para salvar al mundo. Ningún profeta sospechó que ese Cristo, hijo de David sería Dios mismo hecho hombre. El Evangelio de esta noche de Navidad nos relata cómo ocurrió.

La primera frase del Evangelio afirma que la historia del mundo seguía su curso: «Por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo». El emperador romano era el máximo poder terreno que hasta entonces conocía el mundo; dominaba también sobre Israel. Es normal que ordene hacer un censo para conocer la magnitud de su poder y los impuestos que puede cobrar de sus súbditos. Para obedecer esa orden, «iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad».

Esa era la historia terrena. Pero dentro de esa historia estaba desarrollándose el plan de Dios, pues entre esos súbditos que debieron someterse a la orden imperial estaba la humilde familia de José y María: «Subió también José desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse, con María, su esposa, que estaba encinta». Ellos se dirigen a una muy secundaria aldea de Judea: Belén. Pero es la ciudad de origen del rey David, de quien descendía José. El Evangelio recuerda lo que el lector ya sabe: María estaba encinta.

La circunstancia del censo fue lo que determinó que el hijo de María naciera en Belén: «Mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el albergue». Hemos pasado de la más elevada esfera humana –la del emperador, de donde emanan las órdenes– al más humilde nivel: el de un niño que nace en un establo y tiene como cuna las pajas que comen los animales. Este es el primer contraste. Nos espera uno mayor aun.

«Había en la misma comarca unos pastores... que velaban en la noche sobre su rebaño». Ellos son los primeros en recibir el anuncio del hecho más grande ocurrido en la historia hasta entonces: «Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El ángel les dijo: “No teman, pues les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor”». Tienen una visión celestial: la gloria del Señor los envolvió con su luz. Esto supera a todo emperador terreno. El ángel trae un «evangelio»: «Les evangelizó una gran alegría». Primero anuncia la alegría y luego indica el motivo: un nacimiento ocurrido en la ciudad de David. No existe anuncio de nacimiento sin indicar la identidad del niño nacido: un Salvador, que es el Cristo, el Señor. Ellos esperaban un Salvador; para ellos es claro que ese Salvador tiene que ser el Cristo prometido. Pero el ángel agrega que éste es «el Señor», el modo como los judíos se referían a Dios. Es Dios mismo que ha nacido en este mundo.

El ángel les da un signo: «Esto les servirá como signo: encontrarán un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». ¡Desconcertante! Pero verdadero y muy consolador. Dios se hizo pobre, pequeño y débil, para enseñarnos que la verdadera riqueza, la grandeza y la fuerza no están en los bienes creados de este mundo, sino en el amor de Dios manifestado en ese Niño. Digámoslo con las palabras del Apóstol: «Se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sobriedad, justicia y piedad en el tiempo presente» (Tit 2,11-12). Por eso, no hay nada más opuesto a la celebración del nacimiento del Hijo de Dios que el frenesí consumista con que hemos rodeado esta fiesta. Demuestra que no hemos aprendido lo que nos enseña la gracia salvadora de Dios manifestada en ese Niño.

Los pastores vieron una visión más espléndida: «Se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de su complacencia”». ¿Quiénes son esos hombres en quienes Dios se complace? En realidad, hay uno solo que cumple esa definición. El Evangelio repite con ocasión del Bautismo de Jesús y de su Transfiguración que una voz del cielo declara: «Este es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco» (Mt 3,17; 17,5). La salvación que él trajo al mundo consiste en concedernos a cada uno de nosotros la condición de hijos de Dios, de manera que Dios se complazca también en nosotros y nos dé su paz. En esto consiste el inmenso gozo de la Navidad.

                                                             + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                Obispo de Santa María de Los Ángeles

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