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Columnista

El Evangelio de hoy Lc 18,1-8: Esperemos con amor la venida del Señor

Gabriel Hernandez Velozo

por Gabriel Hernandez Velozo

En el Evangelio de este Domingo XXIX del tiempo ordinario leemos una parábola, que el evangelista Lucas incluye después la enseñanza de Jesús sobre el Día de su venida: «Como relámpago fulgurante que brilla de un extremo a otro del cielo, así será el Hijo del hombre en su Día». Ese Día será inconfundible; pero también imprevisible: «Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre: comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que entró Noé en el arca; vino el diluvio y los hizo perecer a todos. Asimismo, como sucedió en los días de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, construían; pero el día que salió Lot de Sodoma, Dios hizo llover fuego y azufre del cielo y los hizo perecer a todos. Lo mismo sucederá el Día en que el Hijo del hombre se manifieste» (Lc 17,24.26-30). Observamos, sin embargo, que entre esas actividades de los hombres «en los días de Noé y en los días de Lot» –comían, bebían, compraban, vendían...– falta una esencial: no oraban. La oración es la única precaución que debemos tener para que ese Día no sea sorpresivo y no nos haga perecer a todos.   

Por eso, aclara Lucas que la finalidad de la parábola que Jesús les dijo a continuación es «que ellos debían orar siempre sin desalentarse». Sabemos que la oración es uno de los temas preferidos del evangelista Lucas. En este caso la enseñanza se concentra sobre la perseverancia en la oración. Lo mismo que Jesús enseña por medio de una parábola, lo recomienda San Pablo en su primera carta: «Oren sin interrupción» (1Tes 5,17).

En la parábola se presentan dos personajes: «Había en una ciudad un juez, que no temía a Dios y no respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda y ella venía donde él diciendo: "¡Hazme justicia contra mi adversario!"». El juez está instituido para discernir lo que es justo en los conflictos entre seres humanos. En este caso se trata de un conflicto entre esa viuda y otro hombre. Pero, dado que las viudas eran las últimas en el escalafón social, el juez no le hace caso. En la descripción del juez, ¿qué necesidad hay de decir que no temía a Dios? ¿No habría bastado con decir que este juez no respetaba a los hombres? El Evangelio lo destaca, porque todo respeto por el ser humano –que no sea movido por el egoísmo, es decir, por el beneficio propio–, nace del temor de Dios. Si se hubiera tratado de un poderoso, el juez le habría hecho justicia con toda premura, porque espera ser retribuido. En cambio, de la viuda no puede esperar nada. En Israel los jueces fueron instituidos para discernir lo recto a los ojos de Dios en los conflictos que pudieran surgir entre los hombres. Si no está en el juez el temor de Dios, la viuda no tiene esperanza de obtener justicia, excepto, por su insistencia. Esta es su única arma.

Así sigue la parábola: «Durante mucho tiempo el juez no quiso (hacerle justicia), pero después se dijo a sí mismo: "Aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, como esta viuda me causa molestia, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme"». Esta es la parábola. Jesús concluye: «Oigan lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a Él día y noche, y les hace esperar? Les digo que les hará justicia pronto». Repetimos que el único punto de la parábola es la necesidad de orar siempre sin desalentarse.

¿Cuál es el motivo más frecuente de desaliento en la oración? Que Dios parece no escuchar. En realidad, lo que ocurre es que Él hace esperar para probar nuestra confianza y amor. La sentencia final de Jesús es esta: «Les digo que les hará justicia pronto». Dios no se parece en nada a aquel juez; es todo lo contrario, como lo afirma San Pablo respecto al desenlace final de nuestra vida: «Desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me entregará el Señor, el Juez justo; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan esperado con amor su Manifestación» (2 Tim 4,8). Ese es el Día del juicio definitivo.

Por eso, Jesús agrega una pregunta que se refiere a ese Día: «Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra?». La fe en la tierra consiste en «esperar con amor la Manifestación» del Señor. Esa espera es la oración. La oración no es siempre, ni mayoritariamente, para pedir cosas de este mundo –esas cosas el Señor «sabe que las necesitamos antes de que se las pidamos»–; la oración es nuestra relación de amor con Dios, por medio de Jesucristo, y consiste también en la alabanza, la acción de gracias y el gozo por su presencia: «Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). La respuesta a su pregunta quedó en suspenso: «¿Encontrará fe sobre la tierra?». Cada uno puede responder, considerando que el medidor de la fe es la oración.

Felipe Bacarreza Rodríguez 

Obispo de Santa María de Los Ángeles

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