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La Tribuna

La primera Navidad

por Juvenal Rivera Sanhueza

Contaba mi madre que antes en la casa no se hacían festejos navideños. Lo del pino navideño y los obsequios no era lo que se usaba en los sectores campesinos. Más que nada, la fecha se remitía a una comida especial y a rezar por ese momento tan especial para el catolicismo, como es el nacimiento de Jesús, el hijo de Dios.

Sin embargo, todo eso cambió cuando mi hermano, que en entonces tenía unos cinco años (en mi caso, tenía solo dos años), fue al pueblo a buscar los regalos que se entregarían a todos los niños y niñas que llegara al estadio. Habría un Viejo Pascuero entregando los presentes envueltos en papel de regalo. También muchas bebidas y sandwichs de pan con mortadela y mantequilla.

Pero mi hermano volvió a la casa ese día de diciembre con sus manos vacías. Aunque lo intentó, era demasiado pequeño para tratar de alcanzar alguno de los obsequios que se entregaron en esa jornada.  Habían otros niños más grandes y más entusiastas que pudieron recibir su regalo. Pero él no. Seguramente no fue el único pero a mi madre se le partió el corazón cuando lo vio llegar todo descorazonado. Por eso, desde aquella vez que celebró la Navidad, aunque fuera un festejo muy modesto, algo se haría. Y habría regalos y pino de Navidad.

Esa primera vez solo se podía contar con un pino, uno natural, que se cortaba en alguna de las tantas plantaciones cercanas. Ese aroma envolvía la casa durante todo diciembre.

Lo demás fue fruto de ingenio. La falta de adornos navideños se suplió con caramelos de papel brillante que pendieron de las ramas con hilo de coser. La estrella de Belén fue hecha a mano y se colocó en la punta del pino. Se complementó con pelotitas de algodón hechas a mano. Esa la Nochebuena hubo una comida especial. No sé qué hubo de regalo pero mi mamá algo hizo.

En los años siguientes, las fiestas fueron tomando más forma. Los caramelos fueron reemplazados por adornos navideños (eran muy frágiles y había que ponerlos con sumo cuidado). Se puso una estrella de Belén con brillos metálicos. La gran novedad fueron las luces de colores, que centelleaban de manera intermitente, que mi padre compró a un señor que las vendía en la calle. También hubo tres botas rojas que se rellenaban son pastillas y caramelos.

Por decisión de mi madre - no sé si en otras casas se hacía algo similar - debíamos lavar muy bien todos los juguetes para que estuvieran presentables bajo el árbol. La idea era que fueran bendecidos por el Viejo Pascuero, mientras se esperaba que llegaran los que traería la Navidad.

Cuando se acercaba la medianoche, salíamos al patio por el ruido que se escuchaba en el techo. Corríamos para ver si alcanzábamos a ver los renos o, si teníamos suerte, al mismísimo Viejo Pascuero. Nunca vimos ni a uno ni a otro. Lo que sí es cierto es que después, sin que no diéramos cuenta, bajo el árbol estaban los obsequios, a veces un auto chiquito o una pelota plástica que se rompía a poco andar. No importaba, éramos felices con eso. Éramos muy felices.

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