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La Tribuna

Yo vivo y también ustedes vivirán

por Monseñor Felipe Bacarreza, Obispo de Diócesis Santa María

Jn 14,15-21

El Evangelio de este Domingo VI de Pascua está tomado de los discursos de despedida de Jesús pronunciados en la última cena con sus discípulos, antes de la Pascua en que Él iba a entregar su vida por nosotros. Esos discursos están ambientados por la siguiente introducción: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Ese «amor hasta el extremo», que se cumplió cuando Él entregó su vida en la cruz, es lo que hay que tener presente como clave de comprensión de las palabras de Jesús. Las tendremos presentes ahora.

El texto que leemos este domingo contiene la primera de las cinco promesas del Espíritu Santo que Jesús hace en esos discursos. Pero esa promesa está «incluida» en dos expresiones del amor a Jesús. En efecto, ese don del Paráclito está prometido por estas palabras suyas: «Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos y Yo pediré al Padre y Él les dará otro Paráclito, para que esté con ustedes para siempre, el Espíritu de la verdad». Si alguien aspira a ese don del Padre, la condición es amar a Jesús. Y ya sabemos que el amor se mide por la percepción del amado. En este caso, Jesús indica cuál es el único signo de ese amor a Él, que Él reconoce: «Guardará mis mandamientos».

Esos mandamientos de Jesús son muchos y muy pocos; en realidad, se reducen a uno solo, como Él lo repetirá en estos mismos discursos: «Este es el mandamiento mío: que ustedes se amen los unos a los otros como Yo los he amado» (Jn 15,12). De esta manera, Jesús une en uno solo el mandamiento del amor a Él y el mandamiento del amor al prójimo: el amor al prójimo es la expresión y la prueba del amor a Él. Dijimos que esos mandamientos de Jesús son muchos -«mis mandamientos»-, porque la práctica del amor adquiere la forma de todos los demás mandamientos. Bien lo entendió San Pablo: «El que ama al otro, ha cumplido la ley... El amor es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rom 13,8.10).

La promesa del Paráclito se cierra con el mismo tema con que se abre, está incluida en ese tema: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado por mi Padre; y Yo lo amaré y me manifestaré a él». Jesús nos revela que el amor hacia Él tiene un efecto asombroso: «Será amado por mi Padre y Yo lo amaré». El amor consiste en procurar el bien del amado. Si Dios procura nuestro bien, ¿qué más podemos desear? Nuestro bien es la felicidad eterna. Esto es lo que Dios nos dará, si amamos a Jesús, si tenemos sus mandamientos y los guardamos.

«El Padre les dará otro Paráclito, para que esté con ustedes para siempre». Jesús llama a este don del Padre: «Otro Paráclito». Un cristiano debe conocer bien este término. Es el nombre que Jesús da a sí mismo -Él es un Paráclito- y al Espíritu Santo, el «otro Paráclito». Es un término de una gran riqueza, compuesto por el prefijo griego «para», que significa «junto a», y el sustantivo griego «kletós», que significa «llamado». Un «paráclito» es quien está junto a mí para defenderme, consolarme, ayudarme en todas las dificultades. Eso hizo Jesús con sus discípulos como se deduce de esta oración que dirige a su Padre, antes de encaminarse a su pasión: «Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu Nombre a los que me habías dado» (Jn 17,12). Ahora cumplirá esa misión el «otro Paráclito» y Él estará con los discípulos para siempre.

El primer Paráclito, Jesús, es el Hijo de Dios encarnado, es verdadero hombre y como tal un personaje histórico. En el Evangelio vemos que Él, en su humanidad, recibió el Espíritu Santo sin medida. Por eso, los discípulos que lo siguieron tuvieron experiencia de un hombre conducido por el Espíritu Santo. A esto se refiere Jesús cuando dice a sus discípulos: «Ustedes lo conocen, porque mora junto a ustedes», se entiende en Jesús. Pero agrega: «Y estará en ustedes». Cuando el Padre les conceda ese don prometido, el Espíritu estará en el interior de los discípulos, como estuvo en el interior de la humanidad de Jesús. De esa manera, ellos reproducirán su condición de hijos de Dios. Dos envíos indica San Pablo necesarios para que nosotros recibiéramos la condición de hijos de Dios: «Envió Dios a su Hijo nacido de mujer... envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: Abbá, Padre» (Gal 4,4.6). Podemos llamar a Dios tal como lo hacía Jesús. Esa es la promesa de Jesús.

Es una despedida, pero la ausencia no será prolongada: «No los dejaré huérfanos; volveré a ustedes». Jesús ha dicho que va «a prepararles un lugar» en la casa de su Padre. El verbo «preparar» implica hacer algo, disponer todas las cosas que sean necesarias. Lo que Jesús tiene que hacer para alcanzar ese objetivo es entregar su vida en la cruz. El tiempo necesario para eso es el tiempo de su separación. En efecto, volvió donde ellos a los tres días. Pero anuncia que vendrá otro tiempo cercano: «Dentro de poco, el mundo ya no me verá». Su presencia visible a los ojos humanos cesará. Sin embargo, agrega: «Ustedes sí me verán». Se trata de una visión verdadera, pero no física, sino de fe. No quiere decir, menos verdadera, sino distinta. Y la razón que Jesús da es que compartiremos con Él la misma vida divina: «Porque Yo vivo y ustedes también vivirán».

Los discípulos estaban viendo a Jesús. Pero la visión que les esperaba y la unión que tendrían con Él después sería mucho más estrecha, de manera que nunca añoraron su presencia física. En efecto, nunca tuvieron, durante la vida terrena de Jesús, la unión que tuvieron con Él después de su Ascensión al cielo y de la venida del Espíritu Santo. Entonces, comenzaron a repetir el gesto que Jesús les mandó en la última cena y también su efecto: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna... permanece en mí y Yo en él» (Jn 6,54.56). No hay unión más estrecha. Llegó para ellos el día anunciado por Jesús, un día que no tiene ocaso: «Aquel día comprenderán que Yo estoy en mi Padre y ustedes en mí y Yo en ustedes». Esto es lo que tenemos que pedir al Espíritu Santo que nos conceda comprender y vivir en toda su plenitud.

                                                               + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                Obispo de Santa María de los Ángeles

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