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La Tribuna

Dos años después de una noche de horror, estudiantes mexicanos siguen buscando respuestas

por Gabriel Hernandez Velozo

14-10-2016_20-48-07nytmexico /

Kirk Semple y Paulina Villegas / © 2016 New York Times News Service

CIUDAD DE MÉXICO _ Dos años después de que desaparecieron 43 estudiantes universitarios durante una noche de violencia cometida, en parte, por fuerzas de seguridad, el misterio de su destino sigue sin resolverse.

Un comité internacional de expertos legales y en derechos humanos que pasó un año estudiando el caso cuestionó la capacidad y la disposición del gobierno mexicano para llegar al fondo del asunto.

Desde que partieron los expertos en abril, el gobierno ha ampliado su investigación para incluir una variedad más amplia de posibles sospechosos. Además, el principal investigador de la procuraduría general renunció en medio de una averiguación de asuntos internos sobre su manejo del caso.

Sin embargo, hay una sensación prevaleciente aquí y en el extranjero de que no se puede dejar al gobierno mexicano determinar quién estuvo detrás de la violencia en Iguala, en el estado de Guerrero, la noche del 26 de septiembre de 2014, y lo que sucedió a los estudiantes, la mayoría de ellos de primer año. Muchos observadores están depositando sus esperanzas de justicia en la Comisión Interamericana sobre Derechos Humanos con sede en Washington, la cual desplegará un equipo que siga de cerca la investigación.

Los padres de los desaparecidos y los muertos, la mayoría de ellos de clase obrera, han sostenido su incesante cabildeo en busca de respuestas. Les han acompañado docenas de estudiantes que sobrevivieron a esa noche pero por siempre lidiarán con las cicatrices que la misma dejó. He aquí tres de ellos.

EDGAR ANDRÉS VARGAS

Recientemente, Andrés se sometió a una sexta cirugía para reparar su rostro. Durante los ataques en Iguala, fue alcanzado por una bala que pulverizó sus dientes superiores e hizo añicos su mandíbula. No sabe cuántas operaciones más tendrá que soportar.

En el momento de los ataques, Andrés era un estudiante de tercer año de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, una universidad de maestros en Ayotzinapa. Estaba entre un grupo de estudiantes que respondieron a los angustiados llamados de los estudiantes de primer año que estaban siendo atacados por la policía municipal de Iguala, una ciudad cercana. Los estudiantes más jóvenes habían ido a Iguala a requisar autobuses para transportarse a una manifestación en la Ciudad de México, una antigua práctica de la escuela.

Andrés y sus compañeros llegaron después de que los 43 estudiantes habían desaparecido. Mientras examinaban la escena, les dispararon pistoleros, y Andrés fue alcanzado. Pese a sus heridas, fue ignorado por personal militar e incluso por el personal médico de una clínica local.

Cuando finalmente fue llevado a un hospital municipal, dos horas después de que fue herido, los médicos ahí le dijeron que si se hubiera tardado otros cinco minutos, habría muerto.

Andrés, de 21 años de edad, ha estado recibiendo atención médica en la Ciudad de México, lo cual ha alterado la forma de vida de toda su familia. Su madre renunció a su empleo operando una tienda de conveniencia para mudarse a la capital para cuidarlo, y sus hermanos menores también se reubicaron. Su padre se quedó en su ciudad natal, San Francisco del Mar, en el estado de Oaxaca, para seguir trabajando como director de una escuela primaria y, los fines de semana, como agricultor.

El gobierno ha cubierto el costo de la atención médica y presta un departamento a la familia. Sin embargo, han agotado sus ahorros para cubrir el costo más alto de vivir en la capital y complementar la pérdida de los ingresos de su madre.

Andrés pasa gran parte de su tiempo en el departamento. Cuando sale para ver una película o dar un paseo, usa una mascarilla quirúrgica, en parte porque le avergüenza su desfiguración. “Temo que las personas vayan a discriminarme por esto”, dijo.

La escuela permitió a Andrés terminar sus estudios este año trabajando remotamente, y se graduó con su generación. Sigue esperando trabajar como maestro de escuela primaria, pero ha añadido otro objetivo profesional, convertirse en abogado.

“Después de todo lo que sucedió, pienso que el sistema legal es un desastre”, dijo. “¿Quién va a proteger a la gente?”.

MANUEL VÁZQUEZ ARELLANO

Vázquez conoció la pérdida a temprana edad. Creció en Tlacotepec, una pequeña localidad montañesa en el estado de Guerrero conocida por las cosechas de amapolas de opio y la violencia. Tenía 12 hermanos, cinco de los cuales murieron en su niñez por enfermedades curables.

Siendo niño, Vázquez trabajó en los campos, cosechando las amapolas y extrayéndoles su savia, la materia prima principal de la heroína. Cuando tenía siete años, vio a asesinos disparar en una fiesta, matando a una persona e hiriendo a varias más. Años después, uno de sus hermanos fue asesinado en una disputa que, según sospecha, tuvo que ver con una rivalidad de pandillas.

Su escape de esa vida, pensó, era a través de la escuela normal. Se convirtió en miembro del comité estudiantil y se sumergió en la cultura de activismo político de la universidad.

La noche de los ataques en Iguala, Vázquez estuvo entre los estudiantes de último año que se apresuró a acudir en ayuda de los estudiantes más jóvenes y fue recibido por los disparos de atacantes no identificados.

Vázquez, ahora de 28 años de edad, se las ingenió para escapar ileso. En las semanas y meses siguientes, cuando los 43 desaparecidos llegaron a simbolizar la profundidad de la corrupción e incompetencia del gobierno, Vázquez surgió como un importante portavoz en la campaña a favor de la justicia.

Recorrió México, exhortando a la gente a tomar las calles en protesta y criticando el manejo de la investigación que hizo el gobierno. Eventualmente, llevó su campaña al extranjero, a Estados Unidos y Europa, despertando la conciencia sobre el caso y cabildeando ante políticos y activistas para que presionen al gobierno mexicano.

La tarea le dio una sensación de propósito y le ayudó a dejar de lado la culpabilidad del sobreviviente.

Vázquez se inscribió este año en la escuela de derecho en la Ciudad de México y aspira a convertirse en juez para combatir la incesante corrupción de México.

Cuando era más joven, Vázquez frecuentemente tenía pesadillas en las cuales se veía siendo asesinado, tal era el clima de violencia en que se crió. Los sueños de su propia muerte siguen coloreando los periodos en que duerme, pero ahora, dice, se ve muriendo por una causa: “con un propósito y una razón”.

ALDO GUTIÉRREZ SOLANO

Gutiérrez ha estado en coma desde que una bala perforó su cerebro durante la noche de la violencia. Había estado viajando en uno de los autobuses robados cuando la policía empezó a disparar.

Sus médicos y familiares miden su recuperación, aunque pequeña, en sonidos y micromovimientos involuntarios. Sus párpados se abren ocasionalmente. Bosteza. Sus músculos se contraen. Los doctores dicen que su supervivencia tanto tiempo es asombrosa, sin embargo creen que sus oportunidades de recuperarse del coma son muy escasas.

Sus padres y 13 hermanos, todos los cuales viven en Guerrero, han organizado una rotación para asegurarse de que al menos uno de ellos esté al lado de su cama del hospital todo el tiempo. Han rentado una pequeña habitación cerca, donde descansan y se bañan entre turno y turno.

El compromiso ha ejercido una presión enorme sobre la familia. Uno de sus hermanos dijo que ha pasado tanto tiempo alejado de casa que su propia familia está sufriendo.

“No he podido llevar a mis hijos al parque un sábado en dos años”, dijo el hermano, Leonel, de 37 años de edad, quien trabaja como taxista en Tutepec, una pequeña localidad en Guerrero, el viaje en autobús desde su casa al hospital toma seis horas.

Pero la familia ha hecho un pacto para ofrecer a Gutiérrez la mejor atención posible.

Aldo Gutiérrez, de 21 años de edad, nunca quiso realmente convertirse en maestro, dijo su hermano. La escuela, donde era estudiante de primer año, era simplemente una manera de salir de la pobreza. Su sueño verdadero era convertirse en oficial de la Marina mexicana.

“El sufrimiento es demasiado grande”, dijo Leonel. “Seguimos sin entender: ¿por qué nos sucedió esto? ¿Cómo nuestro gobierno es capaz de disparar a sus propios ciudadanos?”.

Fotografía: Edgar Andrés Vargas, uno de los cuatro supervivientes del secuestro masivo Ayotzinapa, en la Ciudad de México. (Meghan Dhaliwal / The New York Times)

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