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Columnista

El fracaso de la educación

La Tribuna

por La Tribuna
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Alejandro Mege Valdebenito

En sus inicios, el ideal de la educación era construir sabiduría y el ejercicio de los valores más trascendentes del ser humano para vivir en comunidad; hoy, con ánimo selectivo y utilitario, se limita a enseñar materias, reduciendo su tarea a la mera  adquisición de conocimientos y ciertas habilidades mecánicas para reproducir información descontextualizada de la realidad social, y sin capacidad de dar respuesta  a los problemas de una sociedad que camina sin rumbo claro, ni sabe  a dónde quiere llegar.

Una educación que aspira a obtener sabiduría -para reflexionar y actuar con sensatez y prudencia-, crea cultura, y una vida sin cultura resulta falsa y fracasada, sin esperanzas ni horizontes posibles, y ello ocurre por una educación pragmática y reduccionista que opera de manera preferente sobre lo cognitivo, transmitiendo solo saberes, y se desliga del compromiso de cultivar y potenciar las áreas éticas y afectivas del ser humano.

Ese ha sido su fracaso.

Y el fracaso de la educación en la formación del hombre dotado de sabiduría y culto, con sensibilidad social, ha sido el fracaso del modelo de una sociedad insensible y ajena a la calidad de vida que ha estado viviendo y sufriendo la mayoría de la población más abandonada y desprotegida, grupo humano que resulta casi invisible para la élite social y política, que solo se torna visible cuando sale a las calles a reclamar atención y  justicia, o cuando se requiere su voto para obtener el poder o perpetuarse en él.

Los efectos de este fracaso educativo aún no han sido dimensionados en toda su profundidad ni se ha previsto el impacto que va a tener en la vida social, económica y política de mañana.

A los ideólogos y gestores de la educación -desde la altura  de su estatus e ideología, que miran solo hacia arriba y no hacia abajo- no les interesa una educación para todos, menos en calidad e igualdad; su preocupación es la educación de una élite  destinada  para gobernar, situación que produce desigualdad, desamparo e injusticia en la mayoría de la población, detonante de los movimientos sociales, dentro de los cuales se ocultan quienes, producto de una educación sin raíces éticas sólidas ni capacidad para transmitir valores y conductas morales, destruyen los bienes públicos y privados, así como las fuentes de trabajo de miles de sus conciudadanos; dañan, producen dolor y vergüenza a sus propias familias y a la comunidad en que viven, y hieren el alma de la patria.

Mientras se hable y se defina lo que se estima calidad en educación, cuantificando el concepto de calidad educativa en los estudiantes con instrumentos estandarizados de medición como el Simce, no se está formando ni evaluando comportamientos, valores, actitudes sanas y constructivas, ni otras habilidades personales y sociales que son valiosas e importantes en la forma como las personas se relacionan, se respetan y conviven de manera solidaria, de modo que al demandar sus derechos, lo hagan de manera civilizada y pacífica, respetuosa de la figura y la obra de los constructores de la República.

Los desafíos de una verdadera educación -y de la sociedad- para no fracasar, es asumir que una educación de calidad es mucho más que la acumulación de información, que no siempre se transforma en conocimiento y mucho menos en comportamientos de sana y justa convivencia. La educación es un proceso individual y colectivo que nunca termina; es la herramienta para construirse a sí mismo, edificar una sociedad más justa y el mejor antídoto para desarmar el vandalismo y la delincuencia.

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