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Columnista

Yo les doy vida eterna

La Tribuna

por La Tribuna

«Maestro,

¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Esta pregunta, que

introduce el Evangelio de este Domingo XV del tiempo ordinario, es tan

importante que Lucas nos relata dos ocasiones en que la hacen a Jesús. Es una

pregunta que todos le habríamos hecho, después de escuchar su enseñanza, porque

Él enseñaba como quien sabe y, por eso, era reconocido como «Maestro». Si

faltara esta pregunta en el Evangelio, habría quedado un vacío, pues la «vida

eterna», entendida como la vida de plena felicidad y sin fin, es lo que todo

ser humano anhela.

La

primera vez que se hace a Jesús la pregunta sobre cómo heredar la vida eterna

es la que nos presenta al Evangelio de hoy. Lo hace uno que conoce bien la Ley,

como va a quedar en evidencia: «Se levantó un legista, y dijo a Jesús para

ponerlo a prueba: Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida

eterna?». Pregunta para ponerlo a prueba, como un profesor que sabe la

respuesta y quiere examinar a un alumno; quiere probar si Jesús es

verdaderamente el maestro, que todos reconocen. Jesús no cede su autoridad y pregunta

Él: «En la Ley ¿qué está escrito? ¿Cómo lees?». Como buen conocedor de la Ley,

el legista da la respuesta correcta, la misma que habría dado Jesús: «Amarás al

Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y

con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo». Agrega algo que no

estaba en la Ley: «Con toda tu mente» (cf. Deut 6,5), afirmando que es

necesario amar a Dios también con toda nuestra inteligencia, es decir, esforzándonos

por conocer lo que Él nos ha revelado. La ignorancia religiosa es falta de amor

a Dios. La respuesta del legista, incluso lo que él agrega, queda plenamente

aprobado por Jesús, que le dice: «Has respondido correctamente. Haz eso y

vivirás», se entiende, «heredarás la vida eterna».

El

legista ha verificado que Jesús es verdaderamente un maestro que enseña como

quien tiene autoridad. Quiere justificarse de haberlo tratado como un «alumno a

examinar» y lo hace presentándole ahora una pregunta con sincero deseo de

aprender, como quien consulta a un verdadero maestro: «¿Quién es mi prójimo?».

La pregunta puede parecernos banal; pero hay que considerar que, allí donde la

Ley manda amar al prójimo como a sí mismo, usa ese concepto en paralelismo con

«los hijos de tu pueblo»: «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos

de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, el Señor» (Lev 19,18).

Se entendía que «prójimo» era quien pertenecía al mismo pueblo. Jesús mismo

cita ese mandamiento en el Sermón de la montaña con ese sentido: «Ustedes han

oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo» (Mt 5,43). Un

samaritano no entraba en el concepto de «prójimo» para un judío. Hemos visto

que el mismo Jesús fue rechazado en un pueblo de samaritanos por ser un judío

que se dirigía a Jerusalén (Lc 9,62-53). Y, cuando a Él los judíos quieren

decirle lo peor, le dicen: «¿No decimos, con razón, que eres samaritano y que

tienes un demonio?» (Jn 8,48).

Según

su modo característico de enseñar, Jesús responde a la pregunta del legista obligándolo

a él mismo a tomar una decisión. Lo hace por medio de la conocida parábola del

«buen samaritano»: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de

salteadores, que, después de despojarlo y golpearlo, se fueron dejándolo medio

muerto». En esa región -entre Jerusalén y Jericó- se entiende que el viajero

era judío. Pasaron por ese camino, sucesivamente, un sacerdote judío y un

levita. Ambos dieron un rodeo y siguieron de largo. Ambos son adictos al culto

y no se acercan al que parecía un cadáver para no incurrir en impureza y

mantenerse aptos para el culto. Consideran que los holocaustos y sacrificios

valen más que el amor al prójimo (cf. Mc 12,33-34). Pero un samaritano ve al

herido, siente compasión de él y lo socorre con admirable dedicación. Jesús

pregunta al legista: «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que

cayó en manos de los salteadores?». ¿Quién de los tres lo amó como a sí mismo,

lo socorrió como habría querido ser socorrido encontrándose en igual desgracia?

El legista se ve obligado a declarar que prójimo del judío caído en desgracia

fue un samaritano. Pero declarar eso le resulta difícil y responde: «El que

tuvo misericordia de él».

Por

medio de esta parábola, Jesús enseña lo mismo que enseñó en el Sermón de la

montaña: «Yo les digo: amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen»

(Mt 5,44). El mandamiento del amor al prójimo se extiende a todo ser humano, también

a los miembros de otros pueblos, incluso a los enemigos.

Recién

ahora está respondida la pregunta original del legista: para heredar la vida

eterna tiene que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas

las fuerzas y con toda la mente y amar al prójimo -todo ser humano- como el

samaritano de la parábola amó al judío que cayó en manos de los salteadores:

«Anda y haz tú lo mismo».

La

misma respuesta da Jesús, cuando uno de los principales le hace la misma

pregunta que el legista: «¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? (Lc

18,18-23). Jesús le responde: «Tú conoces los mandamientos: No cometas

adulterio, no mates, no robes, no levantes falso testimonio, honra a tu padre y

a tu madre». El cumplimiento de los mandamientos es la condición necesaria. El

hombre asegura que él ya cumple esa condición; pero siente que no es

suficiente: «Todas esas cosas las he guardado desde la juventud». Oyendo esto,

Jesús le revela que le falta algo; le falta cumplir el mandamiento que los

resume todos: «Te falta todavía una cosa: todo cuanto tienes véndelo y distribúyelo

a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo. Y ven y sígueme». El hombre no

pudo cumplir ese mandamiento, el de amar al prójimo como a sí mismo, es decir,

que los pobres gocen de los mismos bienes de los que él goza. En realidad, este

mandamiento no puede cumplirlo el ser humano con sus propias fuerzas; debe

recibirlo como una gracia. Por eso, la condición última para heredar la vida

eterna la expresa Jesús así: «Ven y sígueme». Lo enseña también explícitamente:

«Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida

eterna» (Jn 10,27-28). No hay otro modo de gozar de esa participación de la

vida divina que nos hace plenamente felices por toda la eternidad.

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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