Regístrate Regístrate en nuestro newsletter
Radio San Cristobal 97.5 FM San Cristobal
Diario Papel digital
La Tribuna
Columnista

Los amó hasta el extremo Jn 13,31-35

La Tribuna

por La Tribuna

El Evangelio de este Domingo V de Pascua está

tomado de los llamados «discursos de despedida», que pronuncia Jesús en la

última cena con sus discípulos, y que el evangelista Juan introduce con estas

palabras: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su

hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en

el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, habiendo puesto ya el

diablo en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarlo...»

(Jn13,1-2). Todos los comentaristas concuerdan en que aquí comienza una de las

partes en que dividen el Evangelio de Juan. En efecto, antes de este punto,

Jesús afirma constantemente: «Aún no ha llegado mi hora» (Jn 2,4; 7,30; 8,20);

aquí, en cambio, la Palabra y la actuación de Jesús está determinada por su

conciencia de que «había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre».

«Habiendo amado a los suyos, que estaban en el

mundo, los amó hasta el extremo». En esta afirmación el objeto del amor de

Jesús es descrito como: «Los suyos, que estaban en el mundo». ¿Quiénes son? El

evangelista usa la misma expresión que usa en el Prólogo de su Evangelio: «El

Logos (Palabra)... vino a lo suyo y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). «Lo

suyo» es el mundo, porque «en el mundo estaba y el mundo fue hecho por Él» (Jn

1,10). «Los suyos, que estaban en el mundo» son todos los seres humanos. La

precisión: «Que estaban en el mundo» se agrega para distinguirlos de los

ángeles, que también son suyos, pues «en Él fueron creadas todas las cosas, en

los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las

Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para

Él» (Col 1,16). Pero Él se hizo uno de nosotros, pues «ciertamente, no se ocupa

de los ángeles, sino de la descendencia de Abraham; por eso, tuvo que

asemejarse en todo a sus hermanos» (Heb 2,16).

En la afirmación del amor de Jesús hay dos

tiempos: «Habiendo amado a los suyos... los amó hasta el extremo». El amor ya

hecho es su encarnación, amor que Él comparte con el Padre: «Tanto amó Dios al

mundo, que le dio a su Hijo único» (Jn 3,16). ¿Cuál es el amor hasta el

extremo? Para responder debemos observar que «extremo» traduce la palabra

griega «telos». Esta palabra vuelve a resonar, como la última que Jesús

pronuncia, antes de entregar el Espíritu en la cruz: «Tetélestai. E inclinando

la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19,30). La última palabra de Jesús se puede

traducir: «Está cumplido el extremo» y se refiere a su amor por nosotros. Es el

amor hasta el extremo, porque «nadie tiene amor más grande que el que da la

vida por sus amigos» (Jn 15,13).

Este es el ambiente en que se deben ubicar las

palabras de Jesús en la última cena con sus discípulos. El Evangelio de hoy comienza

con una circunstancia de tiempo: «Cuando Judas salió...». Con este hecho, que

parece banal, comienza a desarrollarse la acción conducida por el diablo que

llevará a la muerte de Jesús. Jesús, como hablan a menudo los profetas, lo ve

como ya cumplido: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido

glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también lo

glorificará en sí mismo y lo glorificará pronto». La glorificación de Jesús es

su crucifixión, porque este es el acto de amor llevado hasta el extremo -el más

grande acontecido en la historia-, y su resurrección y regreso al Padre. Jesús,

en efecto, llama a su crucifixión: «Ser levantado sobre la tierra» (Jn 12,32), elevación

que llega hasta el cielo. También Dios es glorificado, porque ese acto lo

cumple Jesús adhiriendo plenamente a la voluntad de su Padre: «He bajado del

cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn

6,38). Pero agrega aún más gloria: «Dios lo glorificará en sí mismo (en Dios)».

Esto es lo que pide Jesús en su oración sacerdotal: «Ahora, Padre, glorifícame

Tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo existiese»

(Jn 17,5).

En este contexto, como hemos dicho, debe

entenderse también el mandamiento único que Jesús deja a sus apóstoles: «Les

doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como Yo los he

amado, así se amen también ustedes los unos a los otros». Se preguntan los

comentaristas, entre ellos San Agustín, en qué consiste la novedad. Consiste en

la medida del amor -«como Yo los he amado»- y ya hemos visto esa medida; en la

extensión a todo hombre y mujer, incluso los enemigos -«todos los suyos que

están en el mundo»- y no sólo a los miembros del mismo pueblo, como era el

precepto antiguo; y en la finalidad del amor: procurar que todos los seres

humanos conozcan a Dios y gocen de Él eternamente: «Que todos los hombres se

salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2,4).

Este amor es el único testimonio cristiano que

puede convertir al mundo: «En esto conocerán todos que ustedes son mis

discípulos: si ustedes tienen amor los unos por los otros». Sabemos, entonces,

cuál es la razón por la cual el mundo no se convierte y cree. Lo dice Jesús

también de otra manera. El amor es unitivo; en cambio, el egoísmo y, con mayor

razón, el odio el disyuntivo. Por eso, Jesús expresa el mandamiento del amor de

otra manera, en forma de oración: «Padre, que todos sean uno... para que el

mundo crea» (Jn 17,21). El individualismo y el egoísmo, el afán desmedido con

que hoy se busca «pasarlo bien», con despreocupación por el otro, es la razón

por la cual se ha desarrollado en el mundo actual el secularismo, la

prescindencia de Dios, porque sólo donde hay amor, allí está Dios y con Él nos

vienen todos los bienes y toda la felicidad.

Síguenos: Google News
banner redes
banner redes banner redes banner redes banner redes banner redes

¿Quieres contactarnos? Escríbenos a [email protected]

Contáctanos
EN VIVO

Más visto