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La Tribuna
Columnista

El que me ha visto a mí, ha visto al Padre Lc 15,1-3.11-32

Leslia Jorquera

+ Felipe Bacarreza Rodríguez, obispo de Santa María de los Ángeles

por Leslia Jorquera

 

En el Evangelio de este Domingo IV de Cuaresma leemos la conocida parábola del Hijo Pródigo, que es un lugar clásico para expresar la conversión del pecador, por la razón que parece obvia de que en la casa del padre se está mucho mejor.

La parábola está motivada, como ocurre a menudo, por una situación real de la vida de Jesús. La presentación de esa situación por parte de Lucas parece exagerada: «Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírlo». Lo que quiere decir Lucas con esta totalidad es que nadie está excluido. No hay ningún pecador que no pueda acercarse a Jesús con la certeza de ser acogido. En el tiempo de Jesús, si había que poner un ejemplo de pecador, había que nombrar a un publicano. Ellos eran odiados por los judíos, porque se enriquecían trabajando para Roma –la Res publica–, cobrando los impuestos que el pueblo sometido debía pagar al Imperio. Publicano y pecador eran términos equivalentes. Se debe entender que, cuando se acercaban a Jesús para escucharlo, Él los acogía, a juzgar por la crítica que su actitud suscitaba: «Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Éste acoge a los pecadores y come con ellos”». También la crítica va más allá de la realidad, como suele ocurrir, porque no dice el evangelista que Jesús estuviera comiendo con ellos. Pero es verdad que, en otra ocasión, Jesús fue invitado a comer por un publicano llamado Leví y «había un gran número de publicanos, y de otros que estaban a la mesa con ellos» (Lc 5,29). Sin ir más lejos, uno de los Doce, Mateo, era publicano, cuando fue llamado por Jesús.

Para responder a la crítica, Jesús propone la parábola del hijo pródigo. En realidad, este nombre ha sido dado a la parábola por la sensibilidad popular y no capta plenamente lo que Jesús quiere enseñar. En la parábola ¡hay dos hijos! y se dice desde el principio, porque ambos son importantes para el objetivo de la parábola: «Un hombre tenía dos hijos». Y se comienza con la historia del menor de ellos.

«El hijo menor dijo al padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde”. Y él les repartió la hacienda. Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino». El pecado de este hijo consiste en no tener ningún amor por su padre; sólo busca pasarlo bien con el dinero que ha recibido, sin alguna preocupación por los demás. Cayó tan bajo que, para comer, tuvo que resignarse a trabajar cuidando puercos, animal que para un judío es el más impuro. Se puede decir que Jesús «le pone», porque dice que cayó más bajo que un puerco, que tiene, al menos, sus algarrobas para comer, cosa que a él se le negaba: «Deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba». Entonces, viene la aparente «conversión», que, en realidad, no es más que expresión de su mismo egoísmo: decide volver a la casa de su padre, porque allí hasta un jornalero está mejor que él: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre!». Por más que se busque, no se encuentra ningún sentimiento de dolor o arrepentimiento por haber abandonado a su padre y haberle causado pena. Prepara un discurso para hacerse recibir por su padre: «Padre, he pecado contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros».

Pero ocurre lo que él no esperaba, tan poco conoce a su padre: el padre corre a su encuentro, lo abraza, lo besa, lo hace vestir con las mejores vestiduras, le pone un anillo al dedo, y sandalias en los pies y organiza una fiesta por haberlo recobrado sano. Después de esto, no sabemos la reacción de ese hijo. Pero la parábola habla más por lo que deja a la comprensión de los oyentes, que por lo que dice expresamente. Recién después de experimentar esa actitud del padre, que no quiere oír nada de tratarlo como jornalero, sino sólo como hijo muy querido, podemos suponer que ese hijo sintió nacer en él verdadero dolor por haber abandonado a su padre. Este es el dolor que mueve a Dios al perdón. Suponemos que ese hijo reaccionó como relata de sí mismo San Agustín en Las Confesiones, cuando con mentira, abandonó a su madre y, habiéndole dicho: «Voy ahí no más», se embarcó para Italia. Una vez convertido, escribe: «Mentí a mi madre y ¡a tal madre!» (Confesiones, L. 5,73). Ella era Santa Mónica.

El lector ya se está preguntando ¿qué ocurre con el hijo mayor? El hijo mayor tampoco ama al padre. Obedece todas sus órdenes, como él mismo lo afirma: «Jamás he dejado de cumplir una orden tuya»; pero no lo hace por complacerlo. En efecto, cuando el padre está feliz por el regreso de su hijo perdido, este hijo no se alegra con su padre y amenaza con arruinarle su fiesta: «Se irritó y no quería entrar». Este hijo no acepta que el padre acoja al hijo perdido y le reprocha: «¡Ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!». Este hijo está en la actitud de los que critican a Jesús, porque acoge a los pecadores. Los fariseos hablan como él. Nos parece estar escuchando a San Pablo, cuando recuerda su pasado de fariseo: «En cuanto a la Ley, fariseo... en cuanto a la justicia de la Ley, intachable» (Fil 3,5-6). San Pablo aceptó a Jesús y se convirtió. Aquí el lector se pregunta: El hijo mayor ¿entró o no a la fiesta? También en este caso Jesús deja la parábola sin concluir, para dejar abierta la posibilidad de que algunos de esos fariseos se conviertan, como hizo San Pablo, y cambien de actitud respecto a Jesús.

En la parábola el lugar del padre lo tiene Jesús, porque es Él quien acoge a los pecadores. Pero Él lo hace, como todas las demás cosas, para revelarnos a su Padre. Si Él afirmó: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9), tal vez en ninguna actitud suya nos revela con más claridad al Padre que acogiendo a los pecadores. Esto debe ser para nosotros, que nos reconocemos pecadores, un gran consuelo. También a nosotros la contemplación de la infinita bondad de Dios nos debe mover al dolor de haberlo ofendido. Este es el objetivo verdadero de la parábola.

                                                         

 

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