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La Tribuna
Columnista

Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo único Lc 13,1-9

Leslia Jorquera

  + Felipe Bacarreza Rodríguez. Obispo de Santa María de los Ángeles.

por Leslia Jorquera

El Evangelio de este Domingo III de Cuaresma prolonga el grito de Jesús con el cual se inaugura este tiempo litúrgico, mientras se nos imponía sobre la frente la ceniza: «Conviértete y cree en el Evangelio». La conversión a la cual llama Jesús consiste en creer en el Evangelio, es decir, tomar el Evangelio como criterio de nuestra vida. San Pablo define el Evangelio como «fuerza de Dios para salvación de todo el que cree» (Rom 1,16). Debemos examinarnos para discernir hasta qué punto esa «fuerza de Dios» es la que mueve mi vida.

El Evangelio de hoy comienza con la presentación de Jesús hablando a la multitud y a sus discípulos. Estaba precisamente exhortándolos a la urgencia de la conversión: «Procura llegar a un acuerdo con tu adversario mientras vas con él de camino al magistrado, no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo» (Lc 12,58-59). Lo interrumpen para comentarle un hecho de sangre de gran crueldad cometido por los soldados a las órdenes de Pilato, con el agravante de la profanación del templo. Se presenta como un comentario a lo que Jesús acaba de decir: «En aquel mismo momento algunos le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios». En su represión, Pilato no vaciló en entrar al templo y dar muerte a esos galileos. Al presentarle ese hecho no esperan que Jesús condene la violencia de Pilato ni la profanación del templo, sino que apruebe esas muertes como un castigo merecido por las víctimas. Jesús rechaza esa interpretación, preguntando: «¿Piensan ustedes que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido eso?». No espera le respuesta, sino que declara: «Les digo que no; y si ustedes no se convierten perecerán todos del mismo modo». Jesús mismo, también Él identificado como «galileo», poco tiempo después, (en el Evangelio de Lucas, menos de un año), «padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado», con aprobación de todo el pueblo, y era el «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo».

Jesús declara, entonces, que esos galileos no eran más culpables que todos los demás galileos. Eran igualmente culpables o menos culpables. Por eso, si se considera que ellos merecieron esa muerte, entonces, con mayor razón, todos los demás galileos la merecen; y la sufrirán, a menos que se conviertan.

Luego, Jesús mismo menciona otro hecho de muerte que seguramente todos comentaban, esta vez no debido a la violencia, sino fortuito: «Aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿piensan ustedes que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén?». En este caso, las víctimas no eran perseguidas por el Imperio (esto representa Pilato) y no se les puede imputar algún delito. Jesús responde: «Les digo que no; y si ustedes no se convierten perecerán todos del mismo modo». Nuevamente, Jesús asegura que los demás habitantes de Jerusalén son igual o más culpables que ellos y, por tanto, todos merecen sufrir la misma muerte, a menos que se conviertan.

Podemos objetar que muchos nunca se han convertido, no han creído en el Evangelio y no lo han tomado como la fuerza de Dios que mueve sus vidas y, sin embargo, no han muerto de ese mismo modo. En realidad, cuando Jesús habla de perecer, se refiere a la verdadera vida, la vida que no tiene fin junto a Dios. A esta vida se refiere cuando pregunta: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?» (Mc 8,36). A esa vida se refiere cuando asegura: «El que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,35). Quiere decir, «perderá esta vida mortal y salvará la vida eterna». A esta vida se refiere cuando dice: «Yo he venido para que ustedes tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Finalmente, a esta vida se refiera cuando declara: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25).

¿Cuánto tiempo podemos dilatar la conversión? La paciencia de Dios es infinita y su misericordia es eterna. Pero Jesús presenta una parábola para urgirnos a la conversión ¡ahora! Se trata de un propietario que ya tres años ha venido a buscar los frutos de su higuera y la higuera lo ha defraudado. Dice entonces al viñador: «Córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?». El viñador intercede, pidiendo paciencia por otro año aún: «Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas». Sabemos que, cumplido el año, el viñador volverá a interceder y el Señor volverá a esperar. Así es Dios con nosotros. Pero, precisamente por eso, «porque su misericordia es eterna», debemos nosotros volvernos a Él y vivir según su voluntad. La verdadera conversión debe ser motivada por el amor que Dios nos ha demostrado, hasta el punto de entregar a su propio Hijo: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su propio Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Es verdad lo que decía un filósofo cristiano: «Los hombres exigimos pruebas de la existencia de Dios; pero Dios es obstinado, insiste en darnos pruebas de su amor».

                                                                

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