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La Tribuna
Columnista

Se harán un solo rebaño y un solo Pastor Mt 2,1-12

Leslia Jorquera

+ Felipe Bacarreza Rodríguez, obispo de Santa María de los Ángeles.

por Leslia Jorquera

El 6 de enero es, en muchas partes del mundo, el día fijo en que se celebra la Epifanía del Señor, también conocida como Fiesta de los Reyes Magos, por los personajes que protagonizan el Evangelio de esta fiesta. En otras partes, entre ellas nuestro país, la fiesta de la Epifanía se traslada al primer domingo del año, que este año coincide con el 6 de enero. De manera que este año estaremos celebrando la Solemnidad de la Epifanía en todo el mundo católico en el mismo día. Esta circunstancia es significativa, porque el medio más eficaz de vivir la unidad de la Iglesia en todo el mundo es su liturgia, es decir, el hecho de que, en un mismo día, todos los fieles del mundo estén contemplando el mismo misterio, iluminados por las mismas lecturas bíblicas. Esto es posible solamente en la Iglesia Católica, que, debido a su único Pastor supremo, es Una y Universal. Cuando agregamos a la Iglesia el adjetivo «católica», estamos diciendo eso, es decir, que ella es «ese único rebaño, bajo un solo Pastor» (cf. Jn 19,16), que anhelaba Cristo para sus discípulos, como oraba a su Padre, antes de dirigirse a su Pasión: «Ruego no sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,20-21).

Esta circunstancia de unir a todo el mundo en la contemplación de un mismo misterio es especialmente significativa, cuando ese misterio es la Epifanía del Señor. En efecto, esta fiesta tiene una doble dimensión, que debemos considerar. La primera, está expresada en el nombre «Epifanía», palabra griega que significa «manifestación», sobre todo, por medio de la luz. El Hijo de Dios, que vino a salvar al mundo, no podía quedar oculto, en la pobreza del pesebre en que nació. Dios lo sacó a la luz, por medio de una estrella que apareció en el cielo y que «se detuvo encima del lugar donde estaba el Niño». Y se manifestó con su identidad de Rey y Señor, como lo indican esos «magos venidos de Oriente»: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo».

La segunda dimensión de la Epifanía es precisamente la universalidad del misterio del Hijo de Dios hecho hombre. El Hijo de Dios, que es uno con el Padre y con el Espíritu Santo, se encarnó en el seno de la Virgen María, quien, «sin perder la gloria de su virginidad, derramó sobre el mundo la Luz eterna» (Prefacio I de la Stma. Virgen María). El Hijo de Dios asumió en sí mismo la naturaleza humana y, de esta manera, se hizo uno con todos los hombres y mujeres de esta misma naturaleza, que la comparten el niño, desde el primer momento de su concepción en el seno materno, y el anciano; el sano y el enfermo; el hombre y la mujer «de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Apoc 5,9); desde el primer ser humano que fue creado –Adán y Eva– hasta el último, antes de la Venida de Cristo. Esta universalidad de la salvación que ese Niño ha venido a traer al mundo se expresa en el Evangelio de este día por esos «magos de Oriente», que no son del pueblo de Israel, sino de tierras muy lejanas: la estrella que los guiaba había aparecido en el cielo dos años antes de que ellos llegaran a Jerusalén. El pueblo fiel, con su sabiduría natural y también con la luz del Espíritu Santo, ha expresado esta dimensión del misterio, representando a los magos como tres Reyes de las tres razas de la tierra: blanco, negro y amarillo, unidos en la búsqueda y adoración del único Salvador.

Ocho siglos antes de Cristo, el profeta Miqueas había escrito acerca de una pequeña aldea de Judá este oráculo: «Tú, Belén Efratá, pequeña para contarte entre los clanes de Judá, de ti saldrá para mí aquel que ha de regir en Israel, cuyos orígenes son de antaño, desde los días eternos... Él se establecerá y pastoreará con el poder del Señor, con la majestad del nombre del Señor su Dios, y habitarán seguros, porque entonces será grande hasta los confines de la tierra» (Miq 5,1.3). Esta es la indicación que dan a los magos los Sumos Sacerdotes y escribas, porque entienden que el «Rey de los judíos», que ellos buscan no puede ser otro que el Cristo (el Ungido, proveniente de Belén, la ciudad de David).

La indicación era verdadera, pero insuficiente para encontrar a un niño, que no se distinguía de los otros y, sobre todo, nada tenía en común con los reyes de este mundo. Por eso, la estrella vino nuevamente en ayuda de los magos: «La estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo encima del lugar donde estaba el Niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría». Como quien reencuentra un antiguo amigo. Ella los llevó hasta la meta: «Entraron en la casa, vieron al Niño con María su madre y, postrándose, lo adoraron. Luego, abrieron sus cofres y le ofrecieron dones de oro, incienso y mirra». En el antiguo Oriente el regalo era un homenaje, que tenía que corresponder a la dignidad del homenajeado. El oro era el regalo debido a un rey; el incienso se ofrecía sólo a Dios. Hasta aquí es claro. Pero la mirra no se ofrece a nadie. ¿Por qué regalan a este Niño mirra, sobre todo, trayéndola desde tan lejos especialmente para este fin? La mirra es un ungüento que se usaba para embalsamar a los muertos, como ocurrió con el cuerpo de Cristo: «Vino también Nicodemo... con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar» (Jn 19,39-40; cf. Lc 23,56). Esa mirra es la causante de que en la sábana con que envolvieron el cuerpo de Jesús –la sábana de Turín– quedara impresa su imagen. Toda la tradición ha visto en esos regalos una profecía: ese Niño es Rey, es Dios y es mortal, es decir, verdadero hombre. Él nos redimió al precio de su vida: «El Hijo del hombre ha venido a servir y a entregar su vida en redención de muchos» (Mc 10,45).

      

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