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La Tribuna
Columnista

Debo estar en la casa de mi Padre Lc 2,41-52

Leslia Jorquera

+ Felipe Bacarreza Rodríguez,  obispo de Santa María de los Ángeles.

por Leslia Jorquera

La Solemnidad de la Sagrada Familia no tiene un día fijo en el calendario. Pero la familia de Jesús, María y José tiene una relación esencial con otros dos misterios fundamentales de nuestra fe cristiana, que se celebran en día fijo: el Nacimiento del Hijo de Dios en Belén, el 25 de diciembre, y la Maternidad divina de la Virgen María, el 1 de enero siguiente. Por eso, en la reforma del calendario litúrgico ordenada por el Concilio Vaticano II, se ubicó la Solemnidad de la Sagrada Familia en el domingo que cae entre esas dos fiestas. En este año 2018 ese domingo es hoy, 30 de diciembre.

Como nos informa Lucas, Jesús comenzó su ministerio público en edad adulta: «Tenía Jesús, al comenzar, unos treinta años, y era según se creía hijo de José...» (Lc 3,23). A partir de ese momento, que es el del Bautismo de Juan, comenzó Jesús a manifestar al mundo su misterio y a realizar su misión de salvación. Nada sabemos sobre esos treinta años de vida oculta, excepto una observación general de Lucas y el episodio que nos relata el Evangelio de hoy, ocurrido cuando Jesús tenía doce años.

«Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua». Esta es la observación general. Nos revela una familia piadosa que vibra con la celebración, –el «memorial»– de los hechos salvíficos de Dios en favor de su pueblo, que se hacía en la Pascua. La distancia que separa Nazaret de Jerusalén es de aprox. 100 km y se requerían algunos días para ese viaje. Se hacía en caravanas de familias. La familia de Jesús, María y José tenía un motivo más profundo y verdadero para celebrar la Salvación de Dios y santificar su Nombre. Lo ha expresado María en su canto del Magnificat, cuando, antes del nacimiento de su Hijo, visitó a Isabel: «Mi alma engrandece al Señor; se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador..., porque el Poderoso ha hecho cosas grandes en mí; su Nombre es santo» (Lc 1,46-47.49). Las familias que oran juntas diciendo: «Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre...», y participan unidas en la Eucaristía dominical imitan ese ejemplo de la Sagrada Familia.

Los doce años se consideraba la edad en que un adolescente alcanzaba la madurez necesaria para la observancia de los mandamientos. Comenzaba a ser un «bar mizwah» (hijo del mandamiento), motivo de fiesta y de gozo: «Me deleitaré en tus mandamientos, que amo mucho... ¡Quiero guardar los mandamientos de mi Dios!... amo yo tus mandamientos más que el oro, más que el oro fino... Abro mi boca y aspiro hondo, que estoy ansioso de tus mandamientos... tus mandamientos hacen mis delicias... Tú estás cerca, Señor, todos tus mandamientos son verdad... No, no me olvido de tus mandamientos» (Sal 119). Es probable que esta haya sido la ocasión de ese viaje particular de la Sagrada Familia a Jerusalén: «Cuando Jesús tuvo doce años, subieron ellos, como de costumbre, a la fiesta».

Y en esa ocasión, en que el niño Jesús comenzaba a ser responsable ante Dios, tiene una conducta insólita: «Al volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres». Como hemos dicho, este es el único hecho que llama la atención en toda su vida oculta. Después de una angustiosa búsqueda, «al cabo de tres días, sus padres lo encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándolos y preguntándoles; todos los que lo oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas». Jesús es la Palabra de Dios; es claro que Él tiene la interpretación auténtica de la Escritura, como la tiene un escritor de su propia obra. Los maestros, en cambio, hablan como intérpretes. Esta autoridad en la exposición del sentido verdadero de la Palabra de Dios es lo que asombraba a todos. Pero más nos debe asombrar la respuesta que da a sus padres, cuando lo encuentran, para explicar el motivo de su conducta.

«Su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”». Esta pregunta expresa lo insólito del comportamiento de Jesús. Es un momento crucial de esa familia. Cuando María dice: «Tu padre», se refiere a José. Entonces, Jesús responde: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían ustedes, que yo debía estar en la casa de mi Padre (en lo de mi Padre)?». Cuando Jesús dice: «Mi Padre», se refiere a Dios. En efecto, el templo era llamado «la Casa de Dios». Su respuesta equivale a declararse Hijo de Dios. Más adelante, una vez expuesto su misterio al mundo, Jesús enseñará a sus discípulos: «Si ustedes guardan mis mandamientos, permanecerán en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15,10). Jesús permanece en el templo, porque obedece a un mandamiento de su Padre. Nos enseña que, en la vida familiar, lo que prevalece debe ser siempre la voluntad de Dios. Y donde hay verdadero amor, cada miembro de la familia debe ayudar a los otros a descubrir la voluntad de Dios y cumplirla. Esto es lo que deben hacer, sobre todo, los padres en relación a sus hijos.

Esto es lo que hicieron María y José. El Evangelio dice claramente: «Ellos no comprendieron la respuesta que les dio». Pero la aceptan, sin presentar ningún obstáculo. Todo su esfuerzo consiste en apoyar a su Hijo, esperando el momento en que Dios les conceda la comprensión. Entretanto, «su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón».

¡Cuánto debió apreciar Jesús este apoyo de sus padres para su misión de salvación! Su madre llegó con Él hasta el pie de la cruz, dándole en todo momento su ayuda. La familia es una «comunidad de vida y de amor, fundada en la unión de un hombre y una mujer» en que cada miembro debe encontrar ayuda para cumplir el plan de Dios sobre él. Hemos sido creados por Él y para Él.

                  

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