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La Tribuna
Columnista

Denuncia formal

Leslia Jorquera

Alejandro Mege Valdebenito

por Leslia Jorquera

 Reaccionar frente a este estado de cosas es un imperativo de sanidad de vida que no podemos eludir si de verdad nos preocupa la vida de nuestros hijos y de los hijos de todos.

Apenas entreabierta la Caja de Pandora empiezan a develarse  algunos de los numerosos males que nos aquejan como sociedad: graves faltas a la ética personal y social, privilegios que rayan en la inmoralidad, mentiras o verdades a medias, abusos, violaciones, malversación de recursos del Estado, que son de todos los chilenos; corrupción de personas e instituciones que nos merecían el mayor de los respetos, en las que teníamos fe y confiábamos sin pensar que podrían ser cuestionadas, afectando la honradez y dignidad de personas honorables por las acciones irresponsables y deshonestas de algunos. Sobre esos ilícitos se escuchaban rumores, que muchos ilusos nos negábamos a creer y  que por compromiso, por vergüenza o por miedo  son acallados con un silencio culpable o cómplice de muchos, rumores que circulan en sordina por si alguien se atreve a hacerse cargo y enfrentarlos;  males que no pocos sabían de su existencia, que estaban ahí, latentes, aunque agazapados y al acecho de nuevas oportunidades, pero que no se denunciaban y que, incluso, se protegían, calificando las acciones delictuales e inmorales como simples errores de procedimiento o interpretaciones mal intencionadas, tratando de justificar lo injustificable especialmente cuando los implicados ostentan altos niveles o grados de poder - cualquiera sea su origen o su sostén - frente a los cuales, salvo escasas y  honrosas excepciones, la verdad guarda silencio y la justicia no toma la iniciativa mientras no se presenten denuncias formales.

Esta situación para nada nos enaltece como sociedad, por el contrario, hemos ido construyendo, por acción u omisión, una peligrosa cultura de la corrupción a la que no reaccionamos como sociedad por una difusa y adormecida sensibilidad ética personal y social, siendo lo peor el que nos estamos acostumbrando a este anómalo estado de inmoralidad, aceptándolo y transmitiéndolo a las nuevas generaciones. Reaccionar frente a este estado de cosas es un imperativo de sanidad de vida que no podemos eludir si de verdad nos preocupa la vida de nuestros hijos y de los hijos de todos.

Cuánto dolor, cuánta infamia, cuántas vidas sacrificadas y cuanta pérdida de recursos se podrían haber evitado si se hubiera puesto atención a las señales que debieron alertar sobre los males que se producían en hogares de menores, asilos de ancianos, escuelas, recintos religiosos, instituciones de la República; señales que se desestimaban y que no se investigaban por no ser con denuncias formales o por provenir de personas modestas, de niñas o niños desamparados, de mujeres agredidas, de subalternos o de simples mortales que no merecían ser considerados y menos si se inculpaba a quienes se estima son modelos de credibilidad,  rectitud y honradez, falsos pilares sobre los que  se cree  descansa la estabilidad moral, la  verdad,  la justicia y la paz social de una comunidad humana que tiene esperanzas de un mejor  futuro, transparente y sin engaños.

Asumir la verdad de lo que somos y reconocer lo que hacemos nos hará ser mejores para construir la sociedad que soñamos.

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