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Columnista

La basura bajo la alfombra

Leslia Jorquera

Daniel Soto, director del Programa de Prevención de Fraudes Corporativos Universidad Adolfo Ibáñez.

por Leslia Jorquera

 Siguiendo con la analogía clerical, el principal “pecado” de estas organizaciones no solo fue, ya sabemos, su incapacidad para prevenir las malas conductas de sus pastores, sino la falta de voluntad de los obispos para investigar los fraudes.

La amplia aprobación de la opinión pública a la medida de expulsión dictada por el Papa Francisco en contra de dos connotados clérigos de la Iglesia Católica chilena da cuenta, primero, de la importancia que las personas dan al reconocimiento de responsabilidad de las organizaciones por las inconductas de sus integrantes y, segundo, de la relevancia del castigo de actuaciones que involucran generalmente importantes dosis de engaño colectivo. La decisión del Papa Francisco probablemente no va a ser objeto de cuestionamiento por su severidad, sino por su tardanza.

La situación plantea que hablar de supuestos “casos aislados” es más bien una justificación comunicacional que se emplea cuando se descubren asuntos que, en el fondo, parecieran ser la punta del iceberg de fenómenos más profundos y que constituyen normalmente un tejido de corrupción que promueve y encubre situaciones que poco tienen de espontáneas. Así parecieran confirmar los abusos sexuales contra niños y jóvenes cometidos por religiosos, las violaciones a los derechos humanos perpetradas durante el régimen militar o, más recientemente, las muertes de niños bajo custodia del estado y las defraudaciones financieras que afectaron a importantes instituciones públicas. Probablemente si se escudriñara más, tampoco parecerían casos excepcionales los ataques informáticos al sistema financiero o los fraudes de licencias médicas que dañan el sistema de salud, por mencionar solo algunas de las cuestiones debatidas últimamente en los medios de comunicación.

Las corporaciones más complicadas hoy en día, después de haber sido incapaces de ejercer controles internos que permitieran detectar los fraudes, optaron de forma contumaz por no denunciar, no investigar, no castigar, no rendir cuenta, ni tampoco por asumir oportunamente la responsabilidad que les cabía en fraudes de los que muchas veces habían sido las propias víctimas. Esto ocurre porque en culturas organizacionales donde prima la opacidad y el secretismo, existe frecuentemente la tendencia errónea de creer que resulta más económico no investigar los fraudes y que es mejor para la imagen de una empresa ocultar el problema o dar cuenta de “casos aislados” que se escapan a la norma.

El problema de la mayoría de estos “casos aislados” es que no son tales, sino que se generan dentro de organizaciones cuya estructura y gestión facilitan las condiciones para que, por largo tiempo y con absoluta impunidad, los perpetradores tengan acceso a sus víctimas y al reparto del botín.

Siguiendo con la analogía clerical, el principal “pecado” de estas organizaciones no solo fue, ya sabemos, su incapacidad para prevenir las malas conductas de sus pastores, sino la falta de voluntad de los obispos para investigar los fraudes y sacar fuera la basura que estaba escondida bajo la alfombra del púlpito.

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