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La Tribuna
Columnista

¿Dónde quién vamos a ir?, Jn 6,60-69

Leslia Jorquera

   + Felipe Bacarreza Rodríguez, obispo de Santa María de los Ángeles.

  

por Leslia Jorquera

Concluimos en este Domingo XXI del tiempo ordinario la lectura del Discurso del Pan de Vida con el relato de las reacciones que provocaron esas palabras de Jesús en los presentes en aquella sinagoga de Cafarnaúm.

Podemos suponer que muchos judíos se encontraban allí, porque participaban en el servicio sinagogal del sábado y estaban escuchando por primera vez a Jesús. Ellos son los primeros en reaccionar ante las palabras de Jesús murmurando: «Nosotros conocemos a su padre y a su madre; ¿cómo puede decir ahora: “He bajado del cielo”?». Y más adelante: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?». Descartan inmediatamente lo escuchado, con la misma actitud con que años más tarde descartan los griegos la predicación de San Pablo en el Areópago de Atenas: «Unos se burlaron y otros dijeron: “Sobre esto ya te oiremos en otra ocasión”» (Hech 17,32). Tal vez en casos como éste pensaba Jesús, cuando al exponer la parábola del sembrador, se refiere a la parte de la semilla que cayó a lo largo del camino y se la comieron las aves: «La semilla es la Palabra de Dios. Los que son como el camino son los que han oído, pero luego viene el diablo y se lleva de su corazón la Palabra» (Lc 8,11-12).

Había en esa sinagoga también discípulos de Jesús, que hasta ese momento lo habían seguido: «Mucha gente lo seguía, porque veían los signos que realizaba en los enfermos» (Jn 6,2). Son los milagros que Dios había dado a su pueblo, por medio de los profetas, como signos de su venida salvadora: «Miren que viene el Dios de ustedes...Él vendrá y los salvará. Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, y las orejas de los sordos se abrirán, el cojo saltará como ciervo, y la lengua del mudo lanzará gritos de júbilo» (Isaías 35,4.5-6). ¿Cómo reaccionan esos discípulos de Jesús, cuando Él reafirma que su carne es verdadera comida y su sangre verdadera bebida? «Muchos de sus discípulos, al oírlo, dijeron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?”». Y a pesar de que Jesús les explica cómo deben ser acogidas sus palabras, ese fue un punto de quiebre insalvable para ellos: «Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él».

La explicación que Jesús les da sobre cómo deben ser escuchadas sus palabras nos sirve también a nosotros. Tres motivos les da para «escuchar su lenguaje». El primero se refiere a su origen divino: «¿Y, cuando ustedes vean al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?». Jesús deja la pregunta en suspenso; pero puede continuarse así: ¿Cómo van a justificar entonces el haberse negado a escucharlo y seguirlo? Dado su origen divino, sus palabras no pueden ser falsas ni erradas. Hay que acogerlas como la verdad.

El segundo motivo se refiere a la necesaria acción del Espíritu Santo: «El Espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que les he dicho son espíritu y son vida». Las verdades que Jesús revela, en modo particular su enseñanza sobre el Pan de vida, no pueden ser asimiladas por el ser humano, si no actúa en su interior el Espíritu Santo. Para aceptar estas palabras de Jesús, que son espíritu y vida, «la carne no sirve de nada». La inteligencia natural del ser humano puede acceder por su propia virtud a las verdades del mundo natural. Pero no puede acceder por su propia virtud a las verdades sobrenaturales; si cree en esas verdades y ordena su vida según ellas, es por un don del Espíritu Santo: «Él recibirá de lo mío y lo anunciará a ustedes» (Jn 16,14.15).

Y el tercer motivo lo indica Jesús así: «Hay entre ustedes algunos que no creen». Las palabras de Jesús sólo pueden hacerse propias si precede la fe en Él. La actitud que se debe tener es de plena entrega: «Diga lo que diga, yo lo acepto como verdad, porque creo que Él es Dios y Dios no puede engañarse ni engañarnos». A esto se refiere Jesús cuando afirma: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6).

Dos veces indica el evangelista el rechazo precisando: «Muchos de sus discípulos», lo que equivale a: «No todos». Y el mismo Jesús dice: «Algunos de ustedes no creen», lo que equivale a: «Algunos creen». Es lo que queda en evidencia, cuando Jesús se vuelve a los Doce, que son los únicos que no lo han dejado, y les pregunta: «¿También ustedes quieren irse?». Ellos no se van, porque creen, como lo afirma Pedro en representación de los demás (excepto Judas): «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios». Ellos creen y, por eso, saben quién es Jesús. La pregunta de Pedro: «¿Dónde quién?», se refiere a una persona. La alternativa que tiene ante sí el ser humano no es «ir o no ir a una persona», sino «a cuál persona». El que no va a Cristo, se encuentra yendo tras un ídolo, que en el mejor de los casos es otra persona humana, un cantante, un político, un futbolista. La diferencia es que ninguno de ellos puede saciar nuestro corazón, que no se sacia sino con el Bien infinito: Dios. Esto lo indica bien Pedro, diciendo: «Tú tienes palabras de vida eterna». La palabra eficaz de Jesús es la única que puede darnos vida eterna, que es la vida misma de Dios infundida en nosotros.

El episodio que hemos seguido en los últimos domingos nos demuestra también el infinito contraste entre la estabilidad de la Palabra de Jesús y la veleidad de la palabra de los hombres. En efecto, Jesús mantiene su palabra, a pesar de que, a causa de ella, todos lo abandonen. En cambio, los mismos hombres que el día anterior han participado de la multiplicación de los panes y que «viendo el signo que había hecho, decía: “Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo”» y que «quieren venir a tomarlo por la fuerza para hacerlo rey» (Jn 6,14.15), al día siguiente lo están abandonando. Sólo las palabras de vida eterna de Cristo pueden dar firmeza a la palabra del ser humano.

                                                  

  

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