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La Tribuna
Columnista

Vivir bien

Cristian Delgadillo Rosales

Pareciese que el rol del educador moderno se debiese orientar a dar contenido a aquello que desde el psicoanálisis se define como la subjetividad dislocada.

por Cristian Delgadillo Rosales

En el libro “La juventud extraviada: estudio y reflexiones sobre la juventud chilena” (editado por la socióloga María Jesús Wulf, 2017), la periodista Ana Luisa Joaunne nos relata parte de la dura realidad nacional en torno al consumo de drogas y alcohol en adolescentes: Chile ocupa el primer lugar de América y Europa en consumo de marihuana, cocaína y pasta base; ocupando, además, el tercer lugar en éxtasis en estudiantes secundarios (luego Canadá y Antigua-Barbuda).

Es un hecho que las estrategias para prevenir el consumo han fracasado, principalmente, debido a la naturalización y permisividad que ha existido durante las últimas dos décadas y la baja percepción de riesgo instalada desde la opinión pública. Sin embargo, y pese a los múltiples mitos que existen, la evidencia muestra que el consumo de marihuana interfiere en el proceso de creación de conexiones interneuronales tanto en los lóbulos frontales como en el hipocampo. La primera zona es responsable de las funciones ejecutivas y de la planificación, mientras la segunda lo es de la memoria y del aprendizaje. Este daño es mayor y más irreversible mientras menor sea la edad de comienzo del consumo (Lynskey & Hall, 2000).       

     

De los resultados del SIMCE 2017 en la región del Biobío se constató en el análisis de los Indicadores de Desarrollo Personal y Social (IDPS), que solo un 19% de las respuestas de los estudiantes de II medio se encuentra en un nivel Alto en el indicador “Hábitos de vida saludable”. Para explicar el fenómeno del consumo y sus consecuencias en la formación de nuestros adolescentes, no basta con subrayar la noción de riesgo inherente al problema, sino que también debemos reparar en el valor mismo que se tiene de la propia existencia. Si un joven encuentra valor y riqueza en su proyecto de vida, difícilmente querrá arriesgar dicho proyecto, sobre todo en una sociedad que cuida y acompaña a los más vulnerables, en donde la solidaridad y la justicia social ofrecen mayores condiciones de logro personal y colectivo.

En dicho contexto, pareciese que el rol del educador moderno se debiese orientar a dar contenido a aquello que desde el psicoanálisis se define como la subjetividad dislocada, y que el filósofo esloveno S. u017diu017eek describe como la “compulsión básica a gozar, a lograr la satisfacción consumada”, para así cerrar la brecha o “herida” en el orden del ser ¿Significa esto que debemos reprimir los impulsos, el deseo, la afectividad, o  la pasión de los corazones de nuestra juventud? Absolutamente no. Es más bien una invitación a entender la educación como un vehículo para la “vida lograda” (Eudaimonia), lo que implica entender que la felicidad personal no es solo un “estar bien”, sino que es un “estar bien” y un “vivir bien”.  Si aceptamos dicha definición de felicidad, debemos igualmente aceptar que nunca terminamos de educarnos, y que, por lo mismo, es responsabilidad de todos ofrecer más y mejores condiciones de vida a nuestros niños, niñas y adolescentes en riesgo.

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