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La Tribuna
Columnista

Todo es posible para el que cree Mc 6,1-6

Leslia Jorquera

  + Felipe Bacarreza Rodríguez, obispo de Santa María de los Ángeles.

por Leslia Jorquera

El Evangelio de este Domingo XIV del tiempo ordinario nos relata lo ocurrido cuando Jesús regresó a su propio pueblo de Nazaret, después de haber comenzado su ministerio público. Como veremos, de manera indirecta, nos informa sobre la total fidelidad de Jesús a los momentos de Dios y sobre su paciencia y humildad.

           

El relato es introducido con estas palabras: «Jesús salió de allí y vino a su pueblo, y sus discípulos lo siguen». La circunstancia: «Salió de allí» nos lleva al episodio anterior. Jesús salió de la casa de Jairo, en Cafarnaúm, donde acaba de resucitar a su hija de doce años. Ese relato y el relato de la mujer con flujo de sangre destacan la fe de los personajes. En efecto, a la mujer Jesús le dice: «Hija, tu fe te ha salvado» (Mc 5,34) y a Jairo le dice que siga creyendo, a pesar de que su hija ya ha muerto: «No temas, sólo cree» (Mc 5,36). En cambio, respecto de su propio pueblo, el evangelista subraya el contraste y nos dice que Jesús «se maravilló por su falta de fe». En Cafarnaúm, Jesús goza de gran prestigio y está rodeado de gente que lo sigue: «Se reunió en torno a Jesús una gran multitud... lo seguía una gran multitud que lo oprimía» (Mc 5,21.24). Cuando viene a su pueblo, Jesús ha elegido ya a los Doce (cf. Mc 3,13-19) y ellos vienen con él: «Sus discípulos lo siguen». Goza del prestigio que corresponde a un profeta.

Ya en su propio pueblo, «llegado el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga». Es la primera vez que Jesús lo hace. Jesús iba a esa sinagoga todos los sábados, hasta los treinta años, cuando dejó su pueblo para comenzar su misión. Lo afirma Lucas, que como buen historiador investigó todo (cf. Lc 1,1-4): «Jesús vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado» (Lc 4,16). Nunca antes había llamado la atención; nadie reparaba en él; aparecía como un hombre piadoso, completamente fiel, pero extremadamente discreto, hasta el punto de que todos ignoran su nombre; lo conocen sólo por su oficio y por su madre y parientes: «¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, Joset, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?». Esta pregunta nos revela que Jesús es el hijo único de María y no es hermano carnal de los otros. En efecto, el nombre de los otros cuatro –Santiago, Joset, Judas y Simón– los conocen bien; el nombre de Jesús, en cambio, no lo conocen. En ese tiempo se llamaba «hermano» también a los parientes y vecinos. Jesús, que sabe bien cuál es su relación con ellos, evita el término «hermano», cuando dice: «Un profeta no es despreciado, excepto en su pueblo, entre sus parientes y en su casa». De aquí nace el refrán popular: «Nadie es profeta en su tierra».

Un profeta es un hombre que habla de parte de Dios y comunica al pueblo la Palabra de Dios frente a las diversas circunstancias. La gente acude a un profeta para conocer la voluntad de Dios. A menudo es llamado «hombre de Dios». Un profeta goza del honor y respeto que merece. Así consideran a Jesús: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas» (Mt 16,14). El mismo prestigio lo acompaña en Jerusalén, cuando entra en la ciudad santa: «Al entrar Jesús en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. “¿Quién es éste?” decían. Y la gente decía: “Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea”» (Mt 21,10-11). En su propio pueblo, en cambio, al oírlo preguntan incrédulos: «”¿De dónde le viene esto?” y “¿qué sabiduría es ésta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos?”. Y se escandalizaban a causa de él».

Jesús esperó treinta años antes de comenzar su misión. Esperaba la hora indicada por Dios. Y esa hora llegó cuando escuchó que Juan el Bautista estaba bautizando y que había reunido muchos discípulos en torno a sí. Entonces, se presentó al bautismo de Juan y comenzó su vida pública. Los primeros discípulos de Jesús habían sido formados ya por Juan. De esta manera Juan «preparó su camino». Durante treinta años, Jesús acudía cada sábado a la sinagoga de Nazaret y escuchaba la lectura de la Palabra de Dios y el comentario hecho por algún oscuro escriba. Imaginemos ¡cuántos errores habrá escuchado! Y ¡qué paciencia para permanecer en silencio! Él era el autor de esa Palabra, más aun, Él era la Palabra de Dios. Permanecía en silencio y paciente, hasta el punto de ser desconocido, porque aún no había llegado su hora, la hora indicada por Dios, su Padre.

Pero ese día en que vino a su pueblo, después de que comenzó su ministerio público, esa humildad fue para sus ciudadanos motivo de tropiezo: «Se escandalizaban a causa de él». Jesús trata de explicarlo con la sentencia que hemos indicado: «Un profeta no tiene honor en su propio pueblo». ¿Por qué? Porque se desata una pasión humana que impide ver la verdad: la envidia. La envidia ciega e impide alegrarse con el bien del otro, en particular, cuando es cercano a mí. La caridad, en cambio, «no es envidiosa» (1Cor 13,4); se alegra con el bien. Alegrarse con el bien propio es cosa natural; pero alegrarse con el bien del otro, esto es la caridad. Por eso, el evangelista da la explicación verdadera del rechazo a Jesús: la falta de fe. No creen que Dios haya podido hacerse presente en el mundo en su Hijo encarnado y hecho hombre. Y agrega: «No pudo hacer allí ningún milagro». Es que los milagros obrados por Jesús no son demostraciones de poder para suscitar la fe; los milagros son una actuación de Dios que obra como respuesta a la fe. A menudo lo dice Jesús, cuando hace un milagro: «Tu fe te ha salvado... que te suceda como has creído». Lo hemos visto en el caso de Jairo y de la hemorroísa. Podríamos decir que quien tiene fe mueve a Dios a actuar, incluso por medio de un milagro. Así lo asegura Jesús: «En verdad les digo: si ustedes tienen fe como un grano de mostaza, dirán a este monte: "Desplázate de aquí allá", y se desplazará, y nada les será imposible» (Mt 17,20). Todo es posible para Dios y para quien tiene fe: «Todo es posible para el que cree» (Mc 9,23).

                                       

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