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Columnista

Ámbar imprescriptible

Leslia Jorquera

Karen Trajtemberg, Escuela de Periodismo Universidad Adolfo Ibáñez.

por Leslia Jorquera

Somos una nación donde adornamos todo con globos blancos, gritamos y pataleamos cuando las desgracias terminan así. Pero mientras Ámbar y Lissette eran maltratadas, nadie veía ni hacía nada.

Escribo desde la rabia. Desde la impotencia visceral y síquica que me produce ver los cientos de peluches que adornaban el pequeño y blanco ataúd en el que el cuerpo de Ámbar Lazcano hizo su último viaje. Y desde la indignación que me genera ver a las más de 600 personas que la acompañaron en la Parroquia de la Asunción de Los Andes, donde se realizó la misa con la que sus restos fueron despedidos. Seis centenas de chilenos que nunca se percataron de lo que sufría la niña. Pero que fueron a llorar, a gritar e increpar a otros en su último adiós.

Desde el fin de semana pasado, Chile no habla de otra cosa. Se trata de una especie de shock colectivo, que ha acaparado los noticieros, páginas de diarios y, cómo no, redes sociales. Pero lo cierto es que la maldad, la brutalidad que sufrió la pequeña, no comenzó el sábado 28 de abril, cuando Ámbar llegó al Hospital San Camilo, de San Felipe.

En realidad, la pequeña venía sufriendo maltratos y vejaciones probablemente desde que apenas tenía meses de vida. No sólo por parte de su familia, sino también de un país reactivo y ciego, que sólo despierta cuando Ámbar es asesinada o cuando otra menor, Lissette Villa, fallece maltratada en dependencias ligadas al Sename hace ya dos años. El resto del tiempo, esa indignación nacional simplemente no existe, aunque la maldad no tenga recreos.

Somos una nación donde adornamos todo con globos blancos, gritamos y pataleamos cuando las desgracias terminan así. Pero mientras Ámbar y Lissette eran maltratadas, nadie veía ni hacía nada.

En realidad, una vez más esta larga y angosta franja de tierra se muestra como el país reactivo y ciego que es. Nunca nadie ve nada. Ni al menor abusado, ni a la mujer maltratada, ni al abuelo vulnerado. Los ojos se abren cuando la maldad llega a tal nivel que nos avergonzamos de nosotros mismos y sentimos la necesidad de actuar. Casi siempre, tarde.

Entonces, cuando Ámbar cumple su primera semana muerta –cuando en realidad debiera estar preparándose para celebrar su segundo cumpleaños-, ahora sí todos reaccionamos. Llenamos de globos un barrio; el párroco que la despide la nombra “mártir de muchos niños”; se designa un fiscal preferente para investigar el caso; todos pedimos las penas máximas para el agresor e incluso el Presidente Sebastián Piñera cambia sus prioridades y envía un proyecto que establece la imprescriptibilidad de los delitos sexuales contra menores, instalando simbólicamente estas agresiones al mismo nivel que los crímenes de lesa humanidad, tal como la Unicef lo había advertido hace ya tiempo.

No sólo su asesino es responsable. La ceguera nacional también es culpable de que ahora Ámbar haya transitado por las calles de Los Andes dentro de ese ataúd blanco, rodeada de los globos blancos y rosados que debieron estar ahí para su cumpleaños. Adiós pequeña y gracias por abrirle los ojos a este Chile reactivo. Ahora tu lucha, esa que diste silenciosa y solitariamente mientras los golpes y la violencia sexual caía sobre tu pequeño cuerpo, se volverá imprescriptible.

Karen Trajtemberg, Escuela de Periodismo Universidad Adolfo Ibáñez.

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