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La Tribuna
Columnista

Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios, Jn 15,9-17

Leslia Jorquera

  + Felipe Bacarreza Rodríguez, obispo de Santa María de los Ángeles.

por Leslia Jorquera

Como lo decíamos en el comentario al Evangelio del domingo pasado, ya es motivo de gran gozo para nosotros saber que nuestra unión con el Hijo de Dios hecho hombre es tan estrecha y vital que se compara con la unión de la vid y sus sarmientos, según la sentencia de Jesús: «Yo soy la vid, ustedes los sarmientos» (Jn 15,5). Pero lo que declara Jesús en el Evangelio que leemos en este Domingo VI de Pascua supera toda medida: «Como el Padre me ha amado a mí, así los he amado yo a ustedes». El amor entre el Padre y el Hijo, entre estas dos Personas divinas, no tiene medida y los involucra a ambos exhaustivamente, hasta el punto de dar origen a otra Persona divina, el Espíritu Santo. El amor de Jesús hacia nosotros es prolongación de ese mismo amor entre el Padre y el Hijo.

El gozo de toda persona consiste en ser amado. El gozo de Jesús consiste en ser amado por su Padre. Amándonos a nosotros con ese mismo amor, Jesús nos hace participar de su mismo gozo; y esto colma nuestra medida: «Les he dicho esto para que mi gozo esté en ustedes y el gozo de ustedes sea colmado».

Declarada la medida de su amor a nosotros, Jesús nos exhorta: «Permanezcan en mi amor». Aquí entra nuestra libertad, algo que nosotros tenemos que hacer. Lo que nosotros tenemos que hacer no es otra cosa que prolongar el amor de Jesús volcándolo hacia los demás: «Si guardan mis mandamientos permanecerán en mi amor. Este es el mandamiento mío: que ustedes se amen los unos a los otros, como yo los he amado». Y lo repite: «Lo que les mando es que ustedes se amen los unos a los otros».

Dijimos que el amor con que el Padre ama al Hijo no tiene medida. Pero tenemos modo de intuir su grandeza y, sobre todo, de hacernos parte, porque se prolonga en el amor del Hijo de Dios hacia nosotros. Y este amor lo hemos contemplado, porque se hizo parte de nuestra historia. El Hijo de Dios hecho hombre nos amó con la mayor medida de amor que es posible a un ser humano: «Nadie tiene un amor más grande que este: que alguien entregue su vida por sus amigos». Y nosotros hemos contemplado este amor en Jesús. Fue la revelación de algo absolutamente nuevo y hasta entonces desconocido, como lo afirma el apóstol Juan en su primera carta: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros» (1Jn 3,16). No puede quedar aquí; tiene que prolongarse. Por eso, agrega: «También nosotros debemos dar la vida por los hermanos» (Ibid.).

¿Por qué el amor de Jesús es el grado máximo de amor posible? Porque el amor consiste en procurar el bien del otro. Es mayor el amor cuanto mayor sea el bien que se haga al otro. En el caso de Jesús el bien que él nos obtuvo es el Bien supremo infinito, Dios mismo. Él nos obtuvo la filiación divina y la vida eterna junto a Dios. Y es mayor el amor cuanto mayor sea la negación de sí mismo necesaria para obtener un bien para el otro; la negación máxima de sí mismo es la entrega de la vida: «Nadie tiene mayor amor...». Este es el precio que pagó Jesús. Por último, es mayor el amor cuanto mayor es la dignidad de quien entrega su vida. En el caso de Jesús quien entrega su vida es el Hijo de Dios, Dios mismo hecho hombre. El espectáculo del amor verdadero, el que viene de Dios, es Cristo crucificado. Por eso, tiene razón San Pablo cuando prescinde de la sabiduría humana y se concentra en la enseñanza de la cruz: «Hermanos, cuando fui a ustedes, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciarles el misterio de Dios, pues no quise saber entre ustedes sino a Jesucristo, y a éste crucificado» (1Cor 2,1-2).

Jesús eleva a sus discípulos al nivel de amigos: «No los llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a ustedes los he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre lo he dado a conocer a ustedes». ¿Cómo es posible que nosotros conozcamos todo lo que el Hijo sabe sobre el Padre? Es posible, porque no se trata de un conocimiento intelectual. Se trata del conocimiento que concede el amor y éste lo concede Jesús a sus discípulos gracias al don del Espíritu Santo. Por eso, Jesús promete: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, él los guiará hasta la verdad completa... Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y lo anunciará a ustedes. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y lo anunciará a ustedes» (Jn 16,13-15). El Espíritu, comunicándonos el amor, nos comunica lo que es del Padre y del Hijo, es decir, Dios mismo. Por eso, el mismo Juan dice en su carta: «El amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1Jn 4,7). Lo dice también en forma negativa: «Quien no ama no ha conocido a Dios»; aunque conozca todos los tratados de la teología y toda la ciencia, no tiene idea de Dios. Y dice la razón: «Porque Dios es amor» (1Jn 4,8). Mostrándonos el amor en su grado máximo, Jesús nos ha dicho todo sobre su Padre.

Ahora podemos entender mejor el mandato universal de Jesús resucitado. Él manda hacer discípulos a todos los pueblos, bautizándolos y «enseñándoles a guardar todo lo que yo les he mandado» (Mt 28,20). Su mandato es el amor, como lo hemos visto; no se puede enseñar a guardar el amor sino amando. El mandato es, entonces, el testimonio de amor. Así lo hizo San Pablo, que exhorta a los gentiles: «Sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1).

               + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                Obispo de Santa María de los Ángeles

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