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La Tribuna
Columnista

El Fantasma del Artículo Octavo

Leslia Jorquera

Cristóbal Bellolio, escuela de Gobierno Universidad Adolfo Ibáñez.

por Leslia Jorquera

Un fantasma recorre Chile: el fantasma del artículo octavo. Es la ironía de la historia: esta vez no es Pinochet sino la propia izquierda la que busca revivir su espíritu. La disposición más odiada por la izquierda del texto original de 1980 establecía la proscripción legal de “las doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción de la sociedad, del Estado o del orden jurídico, de carácter totalitario o fundada en la lucha de clases”. Esta vez, varios elementos del Frente Amplio y el Partido Comunista son los que proponen castigar con penas privativas de libertad a quienes promuevan discursos que, a su juicio, inciten al odio o la discriminación contra ciertos grupos en razón de su raza, género, religión o ideología política. Del mismo modo, sostienen que debiesen ser sancionadas las visiones apologéticas y revisionistas de la dictadura, haciendo un símil con las leyes europeas que penalizan el negacionismo del Holocausto. Aunque una ley de estas características ya se tramita en el Congreso chileno, el debate ha vuelto al primer lugar de la agenda a partir de la censura que ha sufrido el excandidato presidencial José Antonio Kast en diversos establecimientos universitarios. De acuerdo con el debutante diputado autonomista Diego Ibáñez, por ejemplo, Kast promueve un discurso “neofascista” y en consecuencia “debería estar preso”.

En esta materia existen dos tradiciones. La estadounidense considera que la libertad de expresión es sagrada. En este marco, una sociedad diversa contiene necesariamente una diversidad de discursos y algunos pueden resultar ofensivos para ciertos grupos. Los europeos, en cambio, han optado por restringir el ámbito de los discursos permisibles justamente a partir de su creciente multiculturalidad. En ambos casos hay disidentes. El teórico legal Jeremy Waldron aboga porque Estados Unidos se haga más sensible al hecho de que ciertos discursos odiosos producen un daño objetivo que horada la dignidad de las personas del mismo modo que lo hace la violencia física. No habría, en este sentido, una clara diferencia entre palabra y acción. En contrapartida, Flemming Rose -el editor que comisionó las controversiales caricaturas del profeta Mahoma en el periódico danés Jyllands-Posten- sostiene en cambio que los europeos deben acercarse al modelo americano pues la proliferación de grupos que dicen sentirse ofendidos o agraviados está acorralando a la libertad de expresión. El debate que se produjo en el Senado chileno así lo refleja: mientras unos exigían protección especial para la memoria histórica de ciertos pueblos, otros pedían lo mismo para ciertas creencias religiosas, y así sucesivamente. Hay, quizás, una tercera posición menos dogmática: tienen razón quienes sostienen que ciertos discursos odiosos causan daño objetivo, pero las consecuencias prácticas de la censura legal son aún más nefastas. Al proscribirlos, los llamados discursos de odio son inmunizados: no pueden ser enfrentados abiertamente en el debate democrático, sus falencias no pueden ser desnudadas y sus promotores son convenientemente victimizados. Esto sin mencionar que aquellos en el poder tendrán siempre la tentación de cargarle al adversario la etiqueta en cuestión: cuenta la historia que los soviéticos respaldaron con entusiasmo las disposiciones contra el negacionismo que se establecieron después de la segunda guerra en Europa, pues les proveyó de un renovado marco normativo para justificar la censura a la disidencia interna.

En este sentido, no es un misterio la posición de Manuel Riesco y la vieja guardia del PC. Sabemos que en ciertas discusiones a esa tribu se le suelta la cadena autoritaria. Más interesante es la pugna al interior del joven Frente Amplio. Como se ha documentado, en la cultura política de la izquierda chilena se reconoce un sustrato liberal antifascista que valora especialmente las libertades públicas. Es cosa de ver las actuaciones de los diputados Boric y Jackson, que no le prestan ropa a la tiranía de Maduro ni le prenden velas a Fidel. Cada vez que se producen estos episodios, la novel coalición se tensiona.

A propósito de la exigencia Millennial de censurar discursos incómodos y exigir espacios libres de agravio en las universidades, el filósofo británico John Gray tiene una teoría alternativa: esta renovada cultura inquisitorial que tanto molesta a los liberales de cuño clásico no es otra cosa que un hiper-liberalismo que busca eliminar de la faz de la tierra aquellas visiones intelectuales y morales que el progreso -se supone- debió dejar atrás hace rato. La ideología que los anima no es precisamente marxista: los jóvenes educados y progresistas que apoyaron a Bernie Sanders en EEUU y a Jeremy Corbyn en Reino Unido -y que en Chile pueblan el Frente Amplio- consideran que la otrora clase proletaria que actualmente se refugia en la identidad nacional y experimenta ansiedad ante el fenómeno migratorio es más bien un obstáculo en la tarea de construir un mundo nuevo a la altura de los más nobles ideales. El liberalismo siempre ha oscilado entre el principio de tolerancia que sacraliza la ausencia de interferencia -dejar hacer, dejar pasar- y el principio de autonomía que aspira a que todos los individuos alcancen la mejor versión de sí mismos. La inflación de este último -la rabia que provoca que algunos sencillamente se resistan a progresar con nosotros- produce esta versión de liberalismo iliberal. Mucho de esto se advierte en el relato biempensante del frenteamplismo. Si el artículo octavo de Pinochet fue elaborado para descalificar permanentemente al adversario ideológico, el espíritu que anima su versión actualizada es el temor de reconocer que vivimos en una sociedad que no es tan progresista como -pensamos- debería ser.

Cristóbal Bellolio, escuela de Gobierno Universidad Adolfo Ibáñez.

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