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La Tribuna
Columnista

Dios nos ha hablado por el Hijo Mc 9,2-10

Leslia Jorquera

 + Felipe Bacarreza Rodríguez

  Obispo de Santa María de los Ángeles

por Leslia Jorquera

El relato de la Transfiguración del Señor, que nos propone la liturgia en este Domingo II de Cuaresma, está ubicado en el Evangelio de Marcos en un contexto en que se alternan la consideración de Jesús en su condición de «siervo, obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» y su condición gloriosa de Cristo e Hijo de Dios.

La Transfiguración se sitúa «seis días después», en relación con otro episodio precedente. Dado que esta precisión cronológica es insólita en Marcos, debemos concluir que el evangelista quiere vincular estrechamente ambos episodios. Ese episodio precedente es la declaración de Pedro sobre la identidad de Jesús. En aquella ocasión, a la pregunta que hace Jesús a sus discípulos: «¿Quién dicen ustedes que soy yo?», se adelantó a responder Pedro, en representación de todos: «Tú eres el Cristo (el Ungido)» (Mc 8,29). Es la identificación más gloriosa que podía imaginar. El pueblo de Israel esperaba un Ungido, como David, que lo liberara de la dominación extranjera, que reinara y le diera paz y prosperidad. Sabían que David había podido hacer eso gracias al Espíritu del Señor, que vino sobre él con la unción: «Tomó Samuel el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. Y, desde ese día, vino sobre David el Espíritu del Señor» (1Sam 16,13). Con el mismo Espíritu debía actuar el Ungido que se esperaba. Pedro ciertamente estaba presente en aquella sinagoga de Nazaret, cuando Jesús hizo suya la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto el Señor me ha ungido» (Lc 4,18). Por eso, su declaración: «Tú eres el Cristo» es un acto de fe.

Jesús aprueba la afirmación de Pedro. Pero comienza inmediatamente a destacar su otra dimensión, a saber, la del Siervo sufriente del Señor: «Comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente» (Mc 8,31-32). Su presentación como un hombre débil, sometido a las autoridades del pueblo, podía inducir a sus discípulos a confusión. Por eso, vuelve a la afirmación de su gloria, la que tiene como Hijo de Dios: «Quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles» (Mc 8,38). En el Evangelio de Marcos esta es la primera declaración hecha por Jesús –él es el Hijo del hombre– en que menciona su filiación divina. La Transfiguración se presenta, «seis días después» como una confirmación de esa declaración por parte de Dios mismo.

«Seis días después, tomó Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos». A causa de este verbo –«se transfiguró»–, usado por Marcos para describir lo ocurrido, es que nosotros llamamos a este episodio «transfiguración». ¿Es acertado el verbo «transfigurarse»? ¿De dónde lo toma el evangelista? El verbo suena en griego «metamórphesthai», literalmente: «cambiar de forma (morphé)». Debió influir sobre Marcos el himno cristológico que cita San Pablo en su carta a los Filipenses (escrita en el año 63 d.C.). En ese himno se habla también de un cambio de forma de Jesús, pero en sentido contrario: «Jesucristo, estando en la forma de Dios... se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho a semejanza de los hombres. Y, encontrandose en su condición como hombre, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2,6.7-8). Marcos escribió su Evangelio poco antes del año 70 d.C. (fecha de la destrucción del templo de Jerusalén) y ciertamente conocía ese himno. También lo conocían sus lectores. En el relato de la Transfiguración lo que Marcos quiere decir es que, en ese monte alto, ante los tres discípulos elegidos, Jesús retomó por un instante su forma divina.

La divinidad no se puede describir con nuestro lenguaje. El evangelista usa los símbolos de la divinidad, que tiene a mano: el color blanco y la luz. Agrega, sin embargo, que ese blanco que no es de este mundo: «Sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún lavandero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo». Ante esa visión, los apóstoles están gozando de un anticipo de la gloria celestial. Así se explica la reacción de Pedro: «Rabbi, bueno es que nosotros estemos aquí». Se trata de una bondad sin límite y el apóstol expresa el deseo de que se prolongue indefinidamente: «Haremos tres tiendas, una para ti...».

En el Antiguo Testamento la presencia de Dios en medio de su pueblo durante el día se realizaba en una columna de nube. Así se hizo presente en aquel monte: «Se formó una nube que los cubrió con su sombra». La voz que sale de la nube es la voz de Dios. Y Él declara: «Este es mi Hijo, el amado. Escúchenlo». Esta afirmación completa la identidad de Jesús: Cristo, Hijo de Dios. Es la expresión de su divinidad. Así lo define el evangelista en el título de su escrito: «Evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). El relato vuelve bruscamente a la expresión de su humanidad: «De pronto, mirando en derredor, (los apóstoles) ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos». Está de nuevo en la forma de siervo que adoptó.

La voz de Dios manda escuchar ahora al Hijo; y lo hace en presencia de Moisés y Elías que representan la Ley y los profetas. La introducción de la carta a los Hebreos puede ser considerada una conclusión del episodio de la Transfiguración: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo» (Heb 1,1-2). La Cuaresma es un tiempo propicio para escuchar su Palabra.

         + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                     Obispo de Santa María de los Ángeles

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