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Columnista

Todos te buscan Mc 1,29-39

Leslia Jorquera

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

   Obispo de Santa María de los Ángeles

por Leslia Jorquera

En el Evangelio del domingo pasado veíamos que la primera actividad pública de Jesús tuvo lugar en la sinagoga de Cafarnaúm, donde comenzó a enseñar –incluso antes que en la sinagoga de su propio pueblo de Nazaret– y donde manifestó su poder liberando de la posesión del demonio a un hombre que estaba en esa sinagoga. No faltaban en esa época redes sociales, como observa el evangelista: «Bien pronto su fama se extendió por todas partes, en toda la región de Galilea» (Mc 1,28).

El Evangelio de este Domingo V del tiempo ordinario nos relata lo ocurrido ese mismo sábado: «Cuando salió de la sinagoga, entró en la casa de Simón y Andrés, con Santiago y Juan». Conocemos ya a estos cuatro discípulos y las circunstancias en que fueron llamados por Jesús. El hecho de que Jesús se retire a esa casa para pasar el resto del sábado indica que existía anteriormente cierta amistad entre Jesús y los hermanos Simón y Andrés, a quienes llamó primero. Observamos en este y en otros episodios evangélicos que Jesús acepta con gusto la hospitalidad que se le ofrece, incluso cuando es invitado con frialdad con la intención de examinarlo, como lo hace Simón el fariseo (cf. Lc 7,36-50). Observamos también que Jesús nunca acepta una invitación con el fin de distraerse, sino siempre para aportar su Palabra y su fuerza salvadora; y así lo manda a sus discípulos: «Cuando entren en una casa digan primero: “Paz a esta casa”» (Lc 10,5). En uno de sus recorridos, «una mujer llamada Marta lo acogió en su casa» y allí dejó la maravillosa enseñanza de que la única cosa necesaria es escuchar su palabra (cf. Lc 10,38-42). Cuando entró en casa de Jairo devolvió la vida a su hija, cuando ya estaban desarrollándose los ritos fúnebres (cf. Mc 5,22-24.35-43). En otra ocasión, él mismo se hace invitar: «Zaqueo, conviene que hoy me quede en tu casa». Allí expresó la finalidad de esas visitas: «Hoy ha sido la salvación para esta casa» (Lc 19,5.9). Con razón Santa Teresa de Jesús de Ávila exhortaba a sus hijas a hospedar a Jesús dentro de sí por medio de la Comunión eucarística, pues «no suele su Majestad pagar mal la posada, si le hacen buen hospedaje» (Camino de perfección, 34,8).

Ese sábado inaugural, en la casa de Simón y Andrés Jesús hizo su primera curación: «La suegra de Simón estaba en cama con fiebre; y le hablan sobre ella». La cosa habría concluido allí, si Jesús no hubiera tenido la iniciativa, que como hemos observado, es siempre de salvación: «Se acercó y la levantó tomándole la mano. La fiebre la dejó y ella se puso a servirlos».

La noticia de lo ocurrido esa mañana en la sinagoga verdaderamente se había difundido en Cafarnaúm. Eso explica que, pasado el sábado, «al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad (griego: polis) entera estaba agolpada a la puerta». Sin saberlo, esos ciudadanos están ejerciendo la verdadera «política», que consiste en esperar de Jesús la salvación para la ciudad. Más tarde San Pedro lo expresará así: «No está en ningún otro la salvación; pues no hay bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres por el cual debamos ser salvados» (Hech 4,12). En la medida en que la política prescinda de Jesús y ponga su confianza en los hombres, será falsa política y nunca obtendrá el bien común.

El evangelista nos dice que trajeron a Jesús «todos los enfermos y endemoniados» de esa ciudad. Pero no nos informa sobre su número. En la frase siguiente, sin embargo, aclara que son muchos: «Jesús curó a muchos... y expulsó muchos demonios». Que haya habido en Cafarnaúm muchos enfermos no nos extraña; lo que nos llama la atención es que haya habido «muchos endemoniados». En tiempos de Jesús Cafarnaúm era un pequeño poblado a orillas del Mar de Galilea. Sobre la base de los descubrimientos arqueológicos, los especialistas le atribuyen entre mil y cinco mil habitantes. No sabemos por qué pudo haber allí muchos endemoniados. Sabemos, sin embargo, que debió ser una ciudad resistente a la acción salvífica de Jesús, según su advertencia: «Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el infierno te hundirás!» (Lc 10,15). Es una profecía que se cumplió, pues hoy no quedan de Cafarnaúm más que restos arqueológicos.

Preciosa es la información sobre Jesús que nos ofrece el Evangelio: «De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar desierto y allí oraba». Según el Catecismo, «la oración es una relación viviente y personal con el Dios vivo y verdadero» (N. 2558). Jesús se procura momentos para estar en esa relación de amor con su Padre. El abismo que se interpone entre Dios y nosotros es infranqueable de parte nuestra. Si ya es imposible para un hombre sencillo conseguir una audiencia con los hombres poderosos del mundo, ¡imagínemos cuando se trata de Dios, que es infinito! Para que nosotros podamos tener esa relación viviente y personal con Dios, es Él quien tiene que acercarse a nosotros, invitarnos y elevarnos a su nivel. Esto es la gracia. Jesús prefería la madrugada, «cuando todavía está muy oscuro», y la soledad, «un lugar desierto», para retirarse a orar. Desgraciadamente, la televisión, que mantiene a la gente pegada a sus pantallas hasta altas horas de la noche, le impide madrugar y ha extinguido el espíritu de oración. Excelente es el testimonio de los grupos de «madrugadores», que tratan de imitar a Jesús levantándose, cuando todavía está oscuro, para dedicar tiempo a la oración. Donde esos grupos existen, son un don de Dios.

«Todos te buscan», dicen a Jesús sus discípulos, cuando lo encontraron orando. Ojalá pudiéramos decir esto también de nuestras ciudades. ¿Cuántos buscan a Jesús hoy en nuestra sociedad secularizada? Ya lamentaba Israel: «El malvado, en su orgullo, no busca al Señor; “No hay Dios”, es todo lo que piensa» (Sal 10,4). En cambio: «Mi corazón me dice sobre ti, Señor: “Busca su rostro”. Sí, Señor, tu rostro buscaré; no me ocultes tu rostro» (Sal 27,8-9). Todo lo que nosotros podemos conocer sobre Dios se nos ha dado en Jesucristo: «A Dios nadie lo ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer» (Jn 1,18).

                                                   + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                Obispo de Santa María de los Ángeles

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