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La Tribuna
Columnista

Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios

Zazil-Ha Troncoso

Felipe Bacarreza Rodríguez, obispo de Santa María de los Ángeles

por Zazil-Ha Troncoso

Para cualquier lector del Evangelio de Juan es claro que a los milagros realizados por Jesús, el evangelista los llama “signos”. Sobre esta base, algunos estudiosos dividen el Evangelio en dos partes principales: el libro de los signos y el libro de la gloria (pasión, muerte y resurrección). Este conjunto estaría precedido por el Prólogo (Jn 1,1-18) y seguido por un Epílogo (Jn 21).

El primero de los signos que el evangelista relata es la conversión del agua en vino por obra de Jesús en las bodas de Caná. A este lo llama “principio de los signos” (Jn 2,11).

Siguen la curación del hijo de un funcionario real en Cafarnaúm, la curación en la piscina de Betesda de un hombre que llevaba 38 años postrado en un camilla, la multiplicación de los cinco panes y dos peces para nutrir a una multitud en el desierto, la caminata de Jesús sobre las aguas, la curación del ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro, que es el que leemos en este Domingo V de Cuaresma y que suele considerarse el más grande de los signos.

¡Siete signos no parecen muchos! Por eso el evangelista escribe la siguiente explicación como conclusión de su Evangelio: “Jesús realizó en presencia de los discípulos muchos otros signos que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su Nombre” (Jn 20,30-31). ¿Son suficientes estos siete signos del así llamado “libro de los signos” para creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios?

Para responder a esta pregunta debemos observar que la conclusión anotada es la última frase del Evangelio, antes del Epílogo, y que, por tanto, cuando el evangelista dice: “estos (signos) han sido escritos...”, incluye entre ellos la resurrección de Cristo mismo, que acaba de relatar.

Este es el signo supremo, el que da sentido a los demás y el que concede creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios. Sin este signo, los demás, aunque fueran muchos más que siete, no serían suficientes.

Hay que decir, entonces, que la división del Evangelio de Juan en «libro de los signos» y «libro de la gloria» no es correcta, porque la glorificación de Cristo –su muerte y resurrección– es también un signo, el signo supremo.

Es el signo que Jesús mismo indica a los judíos cuando le preguntan: “¿qué signo nos muestras para obrar así?... Destruyan este templo y en tres días lo levantaré... Hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,18.19.21).

Es más, puesto el fundamento de la resurrección de Cristo, cada uno de los otros signos es suficiente para creer que Jesús es el Cristo el Hijo de Dios y para que, creyendo eso, tengamos vida en su Nombre. El domingo pasado lo veíamos en la curación del ciego de nacimiento que termina exclamando: “creo, Señor”; este domingo lo vemos en la resurrección de Lázaro.

“Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro”. Lázaro era un amigo amado de Jesús. Por eso, cuando las hermanas le mandan recado de su enfermedad, lo hacen con estas palabras: “Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo”. Puede parecer inexplicable, entonces, que Jesús no tenga prisa en ir a sanar al amigo y se detenga dos días.

Él lo explica así: “esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”. Cuando finalmente Jesús llega a Betania, Lázaro ya está en el sepulcro desde hacía cuatro días. La convicción de todos es que ya es muy tarde.

Todos piensan que Jesús habría podido sanarlo, como lo afirman con cierto reproche ambas hermanas: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”, y como comentan los presentes: “este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que Lázaro no muriera?”.

Para todos es claro que Jesús habría podido sanar a Lázaro; pero que ahora puede resucitarlo, eso nadie se lo imagina. Incluso, cuando Jesús dice a Marta: “tu hermano resucitará”, ella ni siquiera se pone en el caso de que pueda ser ahora: “ya sé que resucitará en la resurrección, el último día”.

Jesús tiene que aclarar su afirmación, y lo hace con una revelación de su identidad: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre”.

Y pregunta a Marta: “¿crees esto?”. Ella formula la fe completa: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo”.

¿Llegó Marta ya a la fe completa? No, porque Jesús aún no había resucitado. Por eso, ella objeta la orden de Jesús de retirar la piedra del sepulcro donde yacía Lázaro, y Jesús debe hacer notar su falta de fe: “¿no te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?”.

Jesús devolvió la vida a Lázaro llamándolo del sepulcro. Pero este hecho no se habría conservado –nada de lo que Jesús hizo y enseñó se habría conservado– si Jesús no hubiera resucitado él mismo de entre los muertos.

Si Jesús hubiera permanecido en la muerte, no tendría sentido su afirmación: «Yo soy la resurrección». La resurrección de Cristo es lo que hizo a sus discípulos recordar todo lo que él enseñó e hizo. Todo eso adquirió, entonces, valor de signo.

En este entendido, siete episodios pueden parecer pocos y mueven al evangelista a disculparse. «Muchos otros signos hizo Jesús». Pero, a la luz de su resurrección, estos son suficientes. La resurrección de Lázaro es signo de la resurrección de Cristo, que es corporal, ciertamente, pero de un cuerpo animado por la plenitud de vida divina.

A esta vida se refiere el evangelista cuando dice: “para que creyendo, tengamos vida”. Esta vida la poseemos ya aquí, por la fe en Cristo. La pregunta que Jesús hace a Marta la hace también a nosotros: “¿crees tú esto?”.

Que la contemplación de Jesús en el episodio de la resurrección de Lázaro nos conceda responder con firmeza: “sí, Señor. Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” y de esta manera tengamos vida. Para esto ha sido escrito.

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