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La Tribuna
Columnista

Los llamó y ellos, al instante, lo siguieron Mt 4,12-23

Leslia Jorquera

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Leslia Jorquera

El Evangelio de este Domingo III del tiempo ordinario nos presenta al comienzo del ministerio público de Jesús, después del Bautismo de Juan y de las tentaciones en el desierto. El evangelista tiene que explicar a los judíos, a quienes se dirige principalmente el Evangelio de Mateo, dos cosas sobre Jesús que parecen contradictorias: según las profecías, el Cristo tiene que ser hijo de David y, por tanto, de Belén de Judea, la ciudad de David; pero era claro que él era llamado «Jesús de Nazaret» un pueblo de Galilea, lejano de la Judea, y que desarrolló su ministerio en esa región del norte de la Palestina. Es más, esta es la segunda vez que Mateo explica lo mismo y siempre de la misma manera.

Cuando Herodes el Grande mandó matar a todos los niños menores de dos años de Belén y alrededores con el fin de matar al Cristo, no lo logró, porque el Niño, con su padre José y su madre María, había huido a Egipto. Muerto Herodes, la Sagrada Familia regresa a Israel, pero el evangelista nos informa: «Al enterarse José de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: “Será llamado Nazoreo”» (Mt 2,22-23).

Han pasado treinta años y ahora reina en Judea otro hijo de Herodes, llamado también Herodes. Éste había demostrado su oposición silenciando a Juan el Bautista, cuya predicación se resume igual que la de Jesús: «Por aquellos días aparece Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca”» (Mt 3,1-2). Allá acudió Jesús para ser bautizado por Juan y comenzar su ministerio. Después de su Bautismo, Jesús fue impulsado por el Espíritu al desierto y allí pasó cuarenta días siendo tentado por Satanás. Entretanto, Juan fue arrestado por Herodes. «Cuando oyó que Juan había sido entregado, Jesús se retiró a Galilea». Jesús tenía la misión de anunciar al mundo la salvación y no podía permitir todavía que su Palabra fuera silenciada. Cuando él fue crucificado, su Palabra ya no pudo ser detenida por nadie en la historia: «La Palabra de Dios iba creciendo. En Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de los discípulos, y multitud de sacerdotes iban aceptando la fe... la Palabra de Dios crecía y se multiplicaba». (Hech 6,7; 12,24, etc.). Lo había asegurado Jesús: «El cielo y la tierra pasarán; pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35).

El evangelista ve en el retiro de Jesús a Galilea y en el hecho de que allí comenzara su predicación, el cumplimiento de una profecía de Isaías que se refiere al territorio de las tribus de Zabulón y Neftalí, llamado «Galilea de los gentiles»: «El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido». Es un hermoso modo de indicar quién es Jesús. Él mismo declaró: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). Y en su Prólogo, el evangelista Juan describe la venida de Jesús diciendo: «Estaba viniendo al mundo la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Los primeros que gozaron de ella fueron esos habitantes de Galilea. De esa región fueron los primeros que escucharon de labios de Jesús la invitación: «Síganme».

«Caminando Jesús por la ribera del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores, y les dijo: “Vengan conmigo, y los haré pescadores de hombres”... Caminando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan... y los llamó. Y ellos, al instante, lo siguieron». Jesús pudo salvar al mundo sin contar con otros. Pero quiso hacerlo por medio de otros, a quienes eligió y envió con esta garantía: «Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Siempre es él quien salva al mundo. Su misión de salvación ha atravesado la historia y se prolonga hasta hoy gracias a esos hombres que él llama y envía. Los consagra con un Sacramento, para que quede claro que la misión es siempre suya. El Catecismo enseña: «El Orden es el Sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el Sacramento del ministerio apostólico» (N. 1536).

Hoy día, aunque sean pocos los que responden al llamado de Cristo y entregan la vida por la salvación de los hermanos, nunca podrán faltar en el mundo quienes lo hagan, porque tenemos la promesa de que la misión de Cristo se prolongará hasta el fin del mundo. Puede ocurrir, sin embargo, que esa misión se cumpla con más fuerza en una región que en otra, dependiendo del número y de la fidelidad de quienes, a ejemplo de esos primeros apóstoles, dejándolo todo respondan al llamado de Jesús. La oración constante de todas las comunidades cristianas es la que nos indica Jesús: «Oren al Dueño de la mies que envíe operarios a su mies» (Mt 9,38).

                                                                                 

Los llamó y ellos, al instante, lo siguieron

Mt 4,12-23

El Evangelio de este Domingo III del tiempo ordinario nos presenta al comienzo del ministerio público de Jesús, después del Bautismo de Juan y de las tentaciones en el desierto. El evangelista tiene que explicar a los judíos, a quienes se dirige principalmente el Evangelio de Mateo, dos cosas sobre Jesús que parecen contradictorias: según las profecías, el Cristo tiene que ser hijo de David y, por tanto, de Belén de Judea, la ciudad de David; pero era claro que él era llamado «Jesús de Nazaret» un pueblo de Galilea, lejano de la Judea, y que desarrolló su ministerio en esa región del norte de la Palestina. Es más, esta es la segunda vez que Mateo explica lo mismo y siempre de la misma manera.

Cuando Herodes el Grande mandó matar a todos los niños menores de dos años de Belén y alrededores con el fin de matar al Cristo, no lo logró, porque el Niño, con su padre José y su madre María, había huido a Egipto. Muerto Herodes, la Sagrada Familia regresa a Israel, pero el evangelista nos informa: «Al enterarse José de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí; y avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: “Será llamado Nazoreo”» (Mt 2,22-23).

Han pasado treinta años y ahora reina en Judea otro hijo de Herodes, llamado también Herodes. Éste había demostrado su oposición silenciando a Juan el Bautista, cuya predicación se resume igual que la de Jesús: «Por aquellos días aparece Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca”» (Mt 3,1-2). Allá acudió Jesús para ser bautizado por Juan y comenzar su ministerio. Después de su Bautismo, Jesús fue impulsado por el Espíritu al desierto y allí pasó cuarenta días siendo tentado por Satanás. Entretanto, Juan fue arrestado por Herodes. «Cuando oyó que Juan había sido entregado, Jesús se retiró a Galilea». Jesús tenía la misión de anunciar al mundo la salvación y no podía permitir todavía que su Palabra fuera silenciada. Cuando él fue crucificado, su Palabra ya no pudo ser detenida por nadie en la historia: «La Palabra de Dios iba creciendo. En Jerusalén se multiplicó considerablemente el número de los discípulos, y multitud de sacerdotes iban aceptando la fe... la Palabra de Dios crecía y se multiplicaba». (Hech 6,7; 12,24, etc.). Lo había asegurado Jesús: «El cielo y la tierra pasarán; pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35).

El evangelista ve en el retiro de Jesús a Galilea y en el hecho de que allí comenzara su predicación, el cumplimiento de una profecía de Isaías que se refiere al territorio de las tribus de Zabulón y Neftalí, llamado «Galilea de los gentiles»: «El pueblo que habitaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban en paraje de sombras de muerte una luz les ha amanecido». Es un hermoso modo de indicar quién es Jesús. Él mismo declaró: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). Y en su Prólogo, el evangelista Juan describe la venida de Jesús diciendo: «Estaba viniendo al mundo la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Los primeros que gozaron de ella fueron esos habitantes de Galilea. De esa región fueron los primeros que escucharon de labios de Jesús la invitación: «Síganme».

«Caminando Jesús por la ribera del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores, y les dijo: “Vengan conmigo, y los haré pescadores de hombres”... Caminando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan... y los llamó. Y ellos, al instante, lo siguieron». Jesús pudo salvar al mundo sin contar con otros. Pero quiso hacerlo por medio de otros, a quienes eligió y envió con esta garantía: «Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Siempre es él quien salva al mundo. Su misión de salvación ha atravesado la historia y se prolonga hasta hoy gracias a esos hombres que él llama y envía. Los consagra con un Sacramento, para que quede claro que la misión es siempre suya. El Catecismo enseña: «El Orden es el Sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el Sacramento del ministerio apostólico» (N. 1536).

Hoy día, aunque sean pocos los que responden al llamado de Cristo y entregan la vida por la salvación de los hermanos, nunca podrán faltar en el mundo quienes lo hagan, porque tenemos la promesa de que la misión de Cristo se prolongará hasta el fin del mundo. Puede ocurrir, sin embargo, que esa misión se cumpla con más fuerza en una región que en otra, dependiendo del número y de la fidelidad de quienes, a ejemplo de esos primeros apóstoles, dejándolo todo respondan al llamado de Jesús. La oración constante de todas las comunidades cristianas es la que nos indica Jesús: «Oren al Dueño de la mies que envíe operarios a su mies» (Mt 9,38).

                  + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                    Obispo de Santa María de Los Ángeles

 

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