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Columnista

Familia y educación

Leslia Jorquera

Alejandro Mege Valdebenito

por Leslia Jorquera

Este desequilibrio social hace más relevante el rol de la educación que debe asegurar inclusión y calidad también a los hijos de las familias más modestas, que tienen el mismo potencial e inteligencia que los demás niños.

 

La trilogía familia-escuela-sociedad ha sido considerada el continuo natural para la obtención no sólo del éxito educativo de niños y jóvenes sino, también, de la adquisición y práctica de valores y actitudes necesarias en la vida de una sociedad que busca la armonía social, el desarrollo y el bienestar colectivo. Sin embargo, cuando los resultados del proceso son deficientes, la responsabilidad del fracaso escolar y de las actuaciones reñidas con la moral y las buenas costumbres comienza a descender desde la educación superior, que culpa a la enseñanza media, ésta a la básica, hasta llegar a quien es considerada la primera responsable: la familia, instancia a la que se le asigna la tarea y el deber de ser el pilar fundamental de toda la sociedad, la misma sociedad que critica el fracaso, pero que olvida su propia responsabilidad en ello.

El juicio es terminante: si las cosas andan mal es porque la familia no anda bien.

Al núcleo familiar se le asigna la función de ser el primer agente socializador, el que da inicio al desarrollo integral del ser humano, que establece los primeros vínculos afectivos y da comienzo a los aprendizajes de los códigos sociales básicos, normas, comportamientos y actitudes, tarea que luego debe ser compartida con la escuela e, idealmente, con un contexto social que debe continuar fortaleciendo el proceso educativo que habilite a las personas para la vida en una sociedad sana, inclusiva y solidaria.

Si se acepta la lógica de esta ecuación y los resultados que se esperan, entonces la principal preocupación de cualquier gobierno en el diseño e implementación de las políticas públicas debe ser la familia, especialmente de aquellas familias que por su constitución y estructura, nivel educacional y cultural, situación laboral, condición económica y social, no están capacitadas para ejercer la tarea educativa formativa que se le asigna, no porque no lo quieran, sino porque no están en condiciones de hacerlo por la precariedad de sus vidas, donde la satisfacción de sus necesidades básicas le impiden atender como desearan la educación de sus hijos, así como  la formación en deberes y derechos, reproduciendo en las familias de su descendencia el círculo de la desigualdad y la marginación.

Este desequilibrio social hace más relevante el rol de la educación que debe asegurar inclusión y calidad también a los hijos de las familias más modestas, que tienen el mismo potencial e inteligencia que los demás niños, con profesores que crean que sus alumnos pueden superarse y que la educación de calidad no está reservada para personas de mejor posición económica, por lo que el Estado y la sociedad deben centrar su quehacer en  las familias que más lo requieran, ofreciendo a sus hijos la mejor educación posible para romper el círculo de la exclusión social, sin escuelas pobres para niños pobres.

Alejandro Mege Valdebenito

 

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