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La Tribuna
Columnista

La mujer de César

Leslia Jorquera

Alejandro Mege Valdebenito

por Leslia Jorquera

La indignación que se sentía con los primeros casos de falta de probidad comenzó a disminuir cuando se revelaron más hechos similares y empieza a dar lo mismo que los depredadores de los recursos ajenos y violadores de la moral  sean diez  o sean mil.

 

 

Cuenta la historia que en medio de una ceremonia romana exclusivamente femenina, durante las celebraciones del año 62 a.C., un joven político, vestido de mujer, logró ingresar al lugar con la intención de yacer con Pompeya, la esposa de Julio César, y aunque no se comprobó la consumación que se sospechaba, Pompeya recibió una orden de divorcio y, si bien César públicamente declaró que no consideraba a su mujer culpable, justificó la medida  con la  frase: “La mujer de César no sólo debe ser honrada, además debe parecerlo.”

Varios personajes de nuestra vida social, económica, política, empresarial, cultural, deportiva, en fin, frente a una acusación de falta de probidad, aseguran su honestidad, se sienten vilipendiados y prometen demandas, más, tal como le ocurrió a la mujer de César, aunque no resulten culpables, para la mayoría de la opinión pública no parecen personas probas. Y no lo parecen por cuanto al conocerse  nuevos antecedentes y casos de corrupción que cruzan de un lado a otro la vida privada y pública que involucran a  importantes actores de la vida nacional quienes, hasta conocerse los hechos que los implican, aparecían como modelos de rectitud y honradez a toda prueba, la desconfianza toma cuerpo y los denunciados, como falsos ídolos,  con la  suma de acusaciones que desnudan sin misericordia su doble estándar e impecable hipocresía, apenas se les descolora  la dorada pintura de su aureola de honradez y no son sancionados como cualquier mortal por estar protegidos por una  red tejida con el poder o la riqueza, o ambos a la vez. Y, al multiplicarse el número de los moralmente descarriados (¿serán sólo un puñado, como alguien afirmó?) la desconfianza crece y, como la marea roja, la deshonestidad se extiende, desmorona la fe pública y contamina la base moral de la sociedad.

Sin embargo, a los seres humanos nos ocurre algo que es aún más peligroso para la sanidad social. La indignación que se sentía con los primeros casos de falta de probidad (como casi todas las cosas de la vida, la actividad política se nutre con dinero, y hay que alimentarla no importa cómo, se afirma sin rubor alguno) comenzó a disminuir cuando se  revelaron más hechos similares y empieza a dar lo mismo que los depredadores de los recursos ajenos y violadores de la moral  sean diez  o sean mil.

Así, la capacidad de asombro se adormece y la conciencia se  acomoda a una nueva forma de vida en sociedad, donde lo que era un delito ya no lo es  -y la justicia parece entenderlo así-  y para quién aún cree en la moral y la honradez no le queda más aceptar  “que la corrupción existe en todas partes”.

Pero la receta es otra, una educación para formar en valores, que ayudaría a construir una sociedad más sana y honesta. Eso se lo debemos a las nuevas generaciones, que la necesitan y se la merecen.

Alejandro Mege Valdebenito

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