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La Tribuna
Columnista

El mago más grande del mundo

Leslia Jorquera

Ivés Ortega

Poeta

por Leslia Jorquera

Introducía lentamente una mano en el sombrero y desde su interior extraía un cuarto de la marraqueta para compartirla con el ansioso Chardín, las ganas de echarnos unas mascadas, fue el juego favorito del viaje.

 

Miguel Ángel, ese nombre zumbó alegremente en mis oídos. Acompañábamos Luchito, la Rosi y yo el Chardín impecables, a la mamá y el papá en las visitas familiares de día domingo hasta el hospital de niños San Juan de Dios aquí en Santiago, lugar donde dejaban internados a los ñiños que estaban mal, como este nombre me sonaba tanto y que resultaba ser también nuestro hermano. Estábamos por llegar, así lo anunciaban los confites que edulcoraban al aire a nuestro paso, el llegar era un decir, los niños menores no podían entrar al sanatorio ese. En la espera se mezclaban llantos y sonrisas, carreras, juegos y conversas. El desamparo y la exigencia de las tripas no los llevaría muy lejos, temerosos de perdernos permanecíamos a ratos como retrato, si no fuera por las palomas. De Miguel Ángel sabíamos algunos adjetivos, como que era gordito, alegre y que se parecía a la mamá, Luchito, era callado, hablaba poco; en cambio de la Rosi lo sabía todo, nos despertábamos, jugábamos, comíamos, todo lo hacíamos juntos... pasó más de un año, fue una mañana fría, rara, soñolienta, ansiosa; el día que aquel niño llegó a la casa; surgieron muchas ideas, había que agregar a sus adjetivos que era un niño pálido y de gordo tenía poco, la pasamos bien, pronto sería mejor, después de superar su periodo de rehabilitación que recomendaban los doctores a nuestro hermano Miguel Ángel, tras ser operado de un quiste al corazón.

La llegada de la primavera era alegre, en la escuela se celebraba la Semana del Niño, las presentaciones, los bailes, el mejor disfraz, los hechizos paseos de curso, esos hechizos paseos a los cuales se nos estaba negado, Miguel Ángel, es un buen alumno y querido por sus profesores, tenía permiso para acudir y lo haría disfrazado de mago en un distinguido traje negro como su sombrero de copa. Admiraba su ingenio, tenía que ir con él con mi vestimenta de llanero, el paseo sería por todo el día, donde fuéramos necesitaríamos llevar cocaví, los esfuerzos de la casa alcanzaron para dos marraquetas con queso de cabra, los que envueltos en un mantel fueron a parar al vientre del sombrero de copa de aquel recreado mago, la marcha era una hilera de conejos, princesas, gatos, gitanos, marinos, odaliscas, osos, un pirata, un mago y un llanero, llegábamos hasta la cumbre del Cerro San Cristóbal, se trataba de un día asoleado, a ratos nos deteníamos, y salían a relucir un montonera de delicias que los niños complementaban con alguna bebida o un caramelo que algunos apoderados compraban para sus hijos, era entonces, cuando a una cierta distancia del grupo Miguel Ángel, el mago, introducía lentamente una mano en el sombrero y desde su interior extraía un cuarto de la marraqueta para compartirla con el ansioso Chardín, las ganas de echarnos unas mascadas, fue el juego favorito del viaje, la ilusión que provocaba la bendita mano del mago multiplicó el sabor como así también lo trozos de pan en medio del asombro y las ganas de echarnos otra mascada... una vez en casa, se hizo de noche, nos fuimos a la cama, al día siguiente desperté arrellanado en felicidad, teníamos un hermano en casa y era ni más ni menos que el mago más grande del mundo.

Ivés Ortega

Poeta

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