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La Tribuna
Columnista

Yo enviaré sobre ustedes la Promesa de mi Padre Lc 24,46-53

Leslia Jorquera

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Leslia Jorquera

La Ascensión del Señor, que celebramos este domingo, pone fin a la presencia visible en la tierra de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. En el Evangelio de este domingo Lucas, después de relatar la última aparición de Jesús resucitado a sus discípulos, describe el hecho en estos términos: «Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras él los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo».

No los dejó sin aclararles, por última vez –ya lo había hecho con los discípulos de Emaús–, que el hecho desconcertante de que el Cristo tuviera que padecer y morir en la cruz, como murió Jesús, correspondía al designio de Dios: «Así está escrito, que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén». La pasión de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, fue necesaria para obtener el perdón de los pecados; y su resurrección es la prueba de que ese efecto asombroso –nadie puede perdonar los pecados, sino sólo Dios (cf. Lc 5,21)– estaba obtenido para quienes se convierten. Los discípulos deben, en adelante, predicar «en su nombre, la conversión para perdón de los pecados». Jesús acentúa la condición necesaria «en su nombre»: significa su Persona, su misterio, su enseñanza, su vida, muerte y resurrección, todo lo que la Iglesia ha predicado en estos veinte siglos. Ellos son los testigos oculares de todo eso, como lo destaca Jesús: «Ustedes son testigos de estas cosas». El anuncio de Jesucristo es lo que abre a la conversión. Jesús acentúa también la extensión universal de la predicación: «A todas las naciones».

Esto debió parecer a esos once hombres –Judas había defeccionado– una misión imposible. Y ¡lo era para sus limitadas capacidades! Por otro lado, ¿cómo puede Jesús confiar tanto en hombres que, poco antes, lo han negado y abandonado y que consta que no entienden? En efecto, en el instante mismo en que Jesús asciende al cielo, ellos todavía están pensando en un reino terreno: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» (Hech 1,6). Jesús no confía en sus capacidades, pero confía en la fuerza del Espíritu Santo a quien llama «la Promesa de mi Padre»: «Yo enviaré la Promesa de mi Padre sobre ustedes. Ustedes permanezcan en la ciudad hasta que sean revestidos de Poder de lo alto». Mientras ese Poder de lo alto –quiere decir, de Dios– no llegó, ellos no podían comenzar su misión, porque no entendían plenamente las cosas que habían visto y no tenían la fuerza para anunciarlas. El Espíritu Santo, que es el nombre de ese Poder de lo alto (cf. Lc 1,35), les concedió acceder a la verdad completa sobre la palabra y la vida de Jesús y le concedió el valor para anunciarla. Así vemos a Pedro anunciar al pueblo: «A este Jesús Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos» (Hech 2,32).

Lucas insiste en la bendición de Jesús: «Alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras él los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo». Esa bendición de Jesús entrando en su gloria –se sentó a la derecha del Padre– ha acompañado a la Iglesia, como garantía del favor divino, durante toda su historia. La bendición en Israel era prerrogativa del sacerdote. De esta manera, Jesús se presenta como verdadero sacerdote. Él es ese sacerdote «del orden de Melquisedec» a quien Dios dice: «Siéntate a mi derecha» (Salmo 110). La bendición –diríamos así «frustrada»– del sacerdote Zacarías al comienzo del Evangelio de Lucas (cf. Lc 1,10.21-22), tiene ahora cumplimiento en la bendición verdaderamente eficaz de Jesús resucitado y exaltado a la gloria.

La Ascensión es una separación: «Se separó de ellos». Lo propio sería la tristeza de los que quedan. Y, sin embargo, el Evangelio dice: «Ellos... se volvieron a Jerusalén con gran gozo». Tienen gozo por el triunfo de Jesús, por la realización en él del texto más mesiánico del Antiguo Testamento y el más citado en el Nuevo Testamento: «Dijo el Señor (Dios) a mi Señor: Siéntate a mi derecha» (Sal 110,1). Se alegran porque aman a Jesús: «Si ustedes me amaran, se alegrarían de que yo vaya el Padre, porque el Padre es más grande que yo» (Jn 14,28).

Por último, el Evangelio de Lucas comienza en el templo de Jerusalén –el servicio sacerdotal de Zacarías– y termina en el templo de Jerusalén: «Estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios». Esta debería ser la actitud de todo cristiano.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

 

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