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La Tribuna
Columnista

Que nuestro gozo sea colmado Jn14,23-29

Leslia Jorquera

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Leslia Jorquera

El Evangelio de este Domingo VI de Pascua tiene como antecedente una declaración de Jesús sobre su relación con el Padre: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). Este antecedente permite comprender las afirmaciones que hace Jesús en el Evangelio de hoy.

Comienza con una cláusula condicional: «Si alguno me ama...». Notemos que el sujeto es una persona singular indeterminada: «Alguno». Puede ser hombre o mujer, judío o gentil, esclavo o libre; puede ser cualquier ser humano. El amor del cual habla Jesús no es un sentimiento ni una emoción; Jesús indica un criterio claro de verificación: «Guardará mi Palabra». Y formula ese criterio también en forma negativa: «El que no me ama no guarda mis palabras». Respecto de esa Palabra, Jesús y el Padre son uno: «La Palabra que escuchan no es mía, sino del Padre que me ha enviado». No hay ninguna discrepancia entre la palabra de Jesús y la del Padre, porque Jesús y el Padre son uno. Rechazar esa Palabra es rechazar a Jesús y al Padre.

El valor incalculable de esa Palabra se deduce del resultado asombroso para quien la guarda: «Mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él». Ningún ser humano habría osado afirmarlo, ni siquiera imaginarlo, si no lo hubiera dicho Jesús. ¿Quién es el sujeto de los verbos «vendremos» y «haremos morada»? Obviamente, Jesús y su Padre. Pero es necesario incluir una tercera Persona divina: el Espíritu Santo, a quien Jesús da también el nombre de Paráclito. En efecto, sólo él permite acoger y guardar la Palabra que Jesús pronunció durante su vida terrena: «Les he dicho estas cosas estando entre ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho». La Palabra de Jesús y del Padre es también del Espíritu Santo. Él tiene la misión no sólo de repetir esa misma palabra para que no se olvide –«les recordará todo»–, sino hacer que entre en nuestro interior, donde el Espíritu actúa: «Les enseñará todo».

En esta última cena con sus discípulos Jesús les ha hablado de su partida: «Hijitos, ya poco tiempo estaré con ustedes...» (Jn 13,33). Pero les deja como prenda de su presencia el mandamiento nuevo: «Que se amen unos a otros... como yo los he amado» (Jn 13,34). Ahora agrega otro don: «Les dejo la paz; mi paz les doy». ¿Qué entiende Jesús con este don suyo? En primer lugar, lo distingue de la paz como se entiende en el mundo, a saber, equilibrio de fuerzas en las relaciones humanas, que impide los conflictos: «No como el mundo la da, la doy yo a ustedes». La paz que Jesús da excluye toda turbación y miedo: «No se turbe el corazón de ustedes ni tenga miedo». Hasta aquí Jesús ha dicho lo que no es. ¿Qué es esa paz suya? Para responder a esta pregunta debemos recurrir al concepto arameo que Jesús usó. Ciertamente, usó el equivalente arameo del término hebreo: «shalom». Pero éste es el sustantivo derivado del verbo hebreo: «shalem», que significa: «estar pleno, completo, íntegro». El don de la paz que Jesús nos da es tal, que al ser humano que lo recibe nada le falta para estar pleno.

El ser humano no puede estar pleno con la sola satisfacción de sus necesidades corporales. Esto no basta. Basta para que esté pleno un animal. El ser humano tampoco puede estar pleno con la satisfacción de sus necesidades espirituales naturales, como es el conocimiento de la ciencia, el afecto de los parientes y amigos, el respeto de sus derechos, etc. El ser humano puede estar pleno sólo si posee a Dios. Con menos que Dios, no está pleno; carece de la paz que nos dejó Jesús. Si Jesús aseguró: «Vendremos a él y haremos morada en él», quiere decir que el ser humano puede recibir ese don. Si no goza de él, no está pleno y, por tanto no tiene el «shalom». Teniendo a Dios, en cambio, tiene la paz, porque lo tiene todo, como lo decía bien Santa Teresa: «Quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta». El salmista reconocía el favor de Dios, cantando: «El Señor es mi pastor; nada me falta» (Sal 23,1). Pero él estaba lejos de sospechar que ese Dios vendría a habitar en su interior. El gozo del cristiano lo expresa San Agustín en la conclusión de su tratado sobre la Trinidad: «Este es nuestro gozo pleno, no existe otro mayor: gozar de Dios Trinidad, a cuya imagen hemos sido creados».

Jesús entiende la paz como la entiende un judío, es decir, como aquello que concede al ser humano estar pleno. Y expresa este don también en términos del gozo: «Les he dicho esto, para que mi gozo esté en ustedes, y el gozo de ustedes sea colmado» (Jn 15,11). No existe otro mayor.

Desgraciadamente, no vemos en nuestra experiencia diaria a muchas personas colmadas de ese gozo. Cada uno puede discernir en sí mismo si se cumple en él. Las palabras de Jesús que leemos en el Evangelio de este domingo son de aquéllas que requieren de la acción del Espíritu Santo para alcanzar ese magnífico efecto. Debemos, por tanto, orar continuamente: «Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles...».

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

 

 

 

 

 

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