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Columnista

La educación que nos queda

Leslia Jorquera

Ivés Ortega

Poeta

por Leslia Jorquera

Ese día nos tocaba matemáticas, la espera pasaba de lánguida a angustiante, hasta que el director nos dijo que ese día nos llevarían a un museo donde veríamos muchas cosas importantes, bonitas y de alto interés académico.

 

Una de las experiencias más tétricas de mi infancia, fue la visita que hice con el resto de mis compañeros y compañeras en la Escuela Básica a un Museo Itinerante, bordeábamos los 10 años de edad. Como era costumbre en la existencia silabaria de las tantas escuelas repartidas en Chile y seguramente también en toda nuestra América morena, el primer día de la semana comenzaba con el Himno Nacional, antes que incluso hubiéramos llevado un bocado a la boca, estas se habrían para gritar con mayor ímpetu aquella "... Dulce Patria..." luego entre balbuceos, seguía el murmullo de ese enjambre de niños y niñas "...nuestros... soldados..." Correctamente formadas las hileras, del más pequeño al más grande, el profesor o la señorita profesora de punto fijo delante de su respectivo curso, algunos les sangraba la nariz, falta poco para que termine el acto, el meón o la meona se mearon otra vez, los mocosos desordenados eran exhibidos sobre una tarima con sus vestimentas deshilachadas engominadas sus cabelleras con jugo de limón, el director comenzaba el sermón de los buenos días con mano severa no dejaba de tirarle las orejas a uno: ¡A este se le ocurrió llegar de los primeros saltando las rejas del establecimiento, lo pillamos durmiendo al lado fuera de mi oficina..! Nada era distinto aquella mañana, y el sol pegaba seco sobre nuestras cabezas uno a uno comenzaban a caer los desmayados...

Ese día nos tocaba matemáticas, la espera pasaba de lánguida a angustiante, hasta que el director nos dijo que ese día nos llevarían a un museo donde veríamos muchas cosas importantes, bonitas y de alto interés académico. Los ¡qué rico no tendremos prueba! se escucharon de otras filas, las niñas hacían planes, otros aplaudieron mientras el desorejado saltaba como saltimbanqui, reíamos todos. Iríamos a un museo.

Se trataba de una exposición donde se caracterizaban una serie de figuras humanas (perfectamente logrados sus detalles) hechas en cera, las cuales representaban una variedad de enfermedades venéreas, la muestra incluía en otra pieza, a los asesinos más sangrientos de la historia moderna, fetos y cuerpos desmembrados atacados por otras tantas ulceras gangrenosas, entre otros macabros hechos de sangre, el hedor parecía también haber sido simulado no así las caras de espanto de aquellos niños y niñas que sentíamos que a nuestra corta edad lo habíamos vivido todo. Durante mucho tiempo no logré conciliar el sueño, eran recurrentes las pesadillas donde se aparecían diversos órganos genitales agusanados, y estallidos de sangre tras las garras del Chacal de Nahueltoro o Jack el destripador. Era tarde las noches eran frías, no cesaban las balas de metralla, estábamos en dictadura, mi madre no venía, tenía que trabajar y lo hacía puertas adentro.

Ivés Ortega

Poeta

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