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La Tribuna
Columnista

Creo en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre Jn 20,19-31

Leslia Jorquera

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

por Leslia Jorquera

«Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar  donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “Paz a ustedes”». Así comienza el Evangelio de este Domingo II de Pascua, Domingo de la Divina Misericordia, con el cual concluye la Octava de Pascua.

En la mañana de aquel primer día de la semana, el tercero después de su muerte en la cruz, Jesús resucitado se dio a conocer a María Magdalena y le dijo: «Anda donde mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre de ustedes, al Dios mío y Dios de ustedes”» (Jn 20,17). ¡Llama a sus discípulos «mis hermanos»! Nunca un ser humano había recibido un título más excelso. Lo que Jesús quiere manifestar con ese título es que él y sus discípulos tienen el mismo Padre, que es Dios, aunque de diversa manera. Por eso, distingue: «Padre mío y Padre de ustedes», y no dice simplemente: «Nuestro Padre». Esta es la primera vez en el Evangelio de Juan, fuera del Prólogo, en que aparece la paternidad divina respecto de los discípulos de Jesús. En este Evangelio, Jesús se refiere a Dios llamándolo siempre «mi Padre» o «el Padre». Esta es la única vez en que usa el pronombre posesivo de segunda persona plural referido a sus discípulos: «Vuestro Padre» (el Padre de ustedes). Esta condición de sus discípulos, acentuada por Jesús en este momento, es lo que explica, en el Evangelio de Juan, el miedo que tienen a los judíos.

En efecto, según el Evangelio de Juan la causa de la muerte de Jesús fue la reivindicación de su condición de Hijo de Dios. Cuando Pilato se negaba a crucificarlo, porque no veía en él causa alguna de muerte, los judíos gritan: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios» (Jn 19,7). Si sus discípulos son sus  hermanos, porque comparten con él la condición de hijos de Dios, también ellos están expuestos a la muerte, también ellos «deben morir». El peligro común los hace reunirse en la tarde de ese primer día de la semana y explica que tengan miedo.

Jesús repite: «Paz a ustedes». Es cierto que los judíos saludaban deseando la paz. Pero aquí no es sólo un saludo; aquí es un don. Se está cumpliendo lo prometido por Jesús en la última cena con sus discípulos: «La paz les dejo, mi paz les doy; no la doy a ustedes como la da el mundo. No se turbe el corazón de ustedes ni se acobarde» (Jn 14,27). No puede perdurar el miedo, cuando Jesús está en medio de ellos y les ha dado el don de su paz; ahora, en lugar del miedo tienen alegría: «Los discípulos se alegraron de ver al Señor». Se cumple así otra promesa hecha por Jesús en el momento de su despedida: «Volveré a verlos y se alegrará el corazón de ustedes y su alegría nadie se la podrá quitar» (Jn 16,22). Esta alegría la experimentan todos los discípulos de Jesús cuando celebran la Eucaristía, porque entonces, lo mismo que en aquella primera ocasión, Jesús resucitado y glorioso, como está ahora en el cielo, se hace presente en medio de sus discípulos. Cuando el sacerdote, poco antes de la comunión, dice: «Señor Jesucristo, que dijiste a tus discípulos la paz les dejo, mi paz les doy, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia», debemos recordar aquella vez primera en que Jesús se presentó en medio de sus discípulos.

A causa de esta presencia de Jesús en medio de la comunidad de sus discípulos reunidos el primer día de la semana, hacia fines del Siglo I, fecha en que se escribió el Apocalipsis, se comenzó a llamar a ese día: «El día del Señor» (dominica dies, Domingo). Juan relata en el Apocalipsis la visión que tuvo, «en medio de los candelabros», es decir, durante la celebración de la liturgia, de alguien vestido como sacerdote –«vestido con una túnica talar, con un ceñidor de oro»– que le dijo: «Yo soy el primero y el último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos» (Apoc 1,17-18). Es el mismo que se hace presente realmente hoy durante la celebración de la Eucaristía, en la cual los fieles deben participar todos los domingos.

Jesús no solo comparte con sus discípulos su paz y su alegría, sino también su misión: «Como el Padre me envió, también yo los envío a ustedes». Y para esta misión los provee de su mismo Espíritu y de su poder de perdonar los pecados: «Sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes ustedes se los retengan, les quedan retenidos». La misericordia de Dios, no se extiende sólo a esos discípulos, sino, por medio de ellos y sus sucesores, a toda la humanidad, de todos los tiempos. Todos podrán experimentar la misericordia de Dios que nos salva del pecado y de la muerte: «Dios, rico en misericordia, estando nosotros muertos, a causa de nuestros pecados, nos vivificó, junto con Cristo,..» (Ef 2,4-5). Por eso, a este domingo, en que Jesús dio a su Iglesia el poder de perdonar los pecados, quiso que se llamara: «Domingo de la divina misericordia». Si este es el Año de la Misericordia, este domingo es el corazón de este año.

El relato de esta primera aparición de Jesús parece estar entonces completo. Jesús les ha dado su paz, su alegría, su misión, Espíritu, su poder de perdonar los pecados, su misericordia. Pero si hubiera terminado aquí habría faltado algo esencial; falta la confesión de fe más importante que tenemos sobre Jesús en el Nuevo Testamento. La fórmula Tomás, después de haber puesto una condición para creer en la resurrección del Señor: él necesita verificar con el tacto que se trata de un hombre de carne y hueso y que es el mismo que estuvo crucificado: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». Este mismo después que verificó de esa manera, exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!». Es la afirmación más explícita de fe en la divinidad de Cristo. ¿Por qué tocó a este discípulo incrédulo hacer esa profesión de fe? Porque él nos representa a nosotros que, aunque tenemos poca fe –si la tuviéramos como un grano de mostaza, trasladaríamos los montes (cf. Mt 17,20)–, confesamos a Jesucristo como nuestro Dios y Señor.

Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

 

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